ILUSTRACIÓN LIBERAL Nº 62 – ISRAEL
Las raíces de Israel
Gabriel Albiac
Este texto forma parte de Otros mundos, una recopilación de ensayos de Albiac publicada por la editorial Páginas de Espuma (Madrid) en 2002.
Como sucede con toda palabra inserta en el ámbito pasional de la retórica política, sionismo ha acabado por ser un vocablo de significación casi inaprehensible. Tratar de restablecer su contenido en términos apodícticos es hoy una tarea poco menos que imposible. O, lo que es quizás peor, inaudible.
Para el hablante medio de nuestro final del siglo XX, sionismo y antisionismo componen la pareja nocional contrapuesta a cuyo través designar el conflicto árabe-israelí. En las tradiciones de izquierda más convencionales, sionismo suele ser usado como un sinónimo o una variante cualificada de imperialismo. En las más radicales y en las más incultas, se ha podido hablar incluso –bajo el influjo de la jerga interna de la OLP– de «fascismo sionista». En todos los casos, la designación negativa –antisionismo– ha operado funcionalmente como la forma lingüísticamente desplazada de un significante no explicitable en la segunda mitad de siglo, al menos en Europa: antisemitismo.
Tratemos de restablecer el significado histórico del término.
El sionismo es una ideología política nacida en el medio judío laico –preferentemente socialista– europeo a final del siglo XIX bajo el impacto de la oleada antisemita cristalizada en el asunto Dreyfus; su ciclo se cierra definitivamente en 1948 con la realización de su programa básico mediante la constitución de un Estado judío en Palestina. El uso del término con posterioridad a esa fecha es metafórico y no designa ningún movimiento social ni político diferenciable.
No es banal recordar un par de características ideológicas de ese movimiento sionista, formalmente constituido en Basilea en el año 1897, antes de pasar a seguir su trayectoria en la fundación del Estado de Israel.
A propósito de ciertos usos impropios del lenguaje, en primer lugar. Es muy habitual hallar en la opinión pública una asimilación espontánea entre sionismo e integrismo religioso: un tópico reconfortante, que asimilaría ortodoxia rabínica con sionismo extremo. Reconfortante y falso. Tanto histórica como teológicamente la asimilación entre sionismo y tradición rabínica es sin más un disparate. El modelo de identificación entre integrismos religiosos y expansionismos territoriales sólo es operativo en tradiciones religiosas que hacen del proselitismo –que a su vez reposa sobre una hipótesis de salvación universalista– norma ética primera. Es el caso de la tradición cristiana –lo era, al menos, en los no tan lejanos tiempos en que los cristianos se tomaban en serio su dogmática– y –con más vigor hoy– del islam. Para el judaísmo ortodoxo, por el contrario, el proselitismo es una perversión teológica infundada. La elección divina del pueblo no es ni metafísica ni teológicamente compatible con la conversión como práctica de masa.
Por eso conviene llamar a las cosas por su nombre. Y conservar un mínimo de memoria histórica. El sionismo no nació en medios rabínicos ni ortodoxos. Fue esencialmente fruto del judaísmo laico; es más, lo fue, en buena parte, de sus tendencias más radicales, más entreveradas con el naciente socialismo –los casos de Moses Hess o de Israel Zangwill son suficientemente significativos–, desde finales del siglo XIX. Su objetivo político, definido por su gran configurador doctrinario, Theodor Herzl, en El Estado judío (1896) como proyecto de construcción de un Estado judío en la Palestina otomana, chocó frontalmente con las posiciones mayoritarias del rabinato de la diáspora, que vio en él una sustitución laica del ideal religioso.
Hasta el día de hoy, en Israel los sectores más literalistas del judaísmo de tradición mesiánica rigurosa siguen rechazando la legitimidad de un Estado constituido sin participación trascendente alguna. Porque, para un ortodoxo, el Libro es transparente. No habrá Reino mientras no haya Mesías. Todo intento de acelerar su llegada es suplantación blasfema de la obra divina. Y eso es precisamente lo que el sionista, al consolidar un Estado israelí laico, acomete.
Las importantes concesiones otorgadas tras la formación de Israel por David benGurión a ese rabinato ortodoxo no lograron nunca borrar del todo un conflicto básico e irrebasable.
El fracaso de la Haskalá, el movimiento asimilacionista que intentó, primero en Alemania y luego en Rusia, una integración plena del judaísmo en Europa y los pogroms de 1819 y 1881 son los presupuestos inmediatos del ascenso del movimiento de Herzl en favor del retorno a Sión que el
Primer Congreso Sionista proclamará en 1897 en Basilea.
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En rigor es preciso hablar de tres grandes oleadas migratorias, de tres grandes aliyas o ascensos hacia Jerusalén anteriores a la proclamación del Estado en 1948.
Desde el principio son los sectores económicamente más desvalidos de la comunidad judía mundial los que inician la instalación en Palestina. Muy ligados al movimiento socialista y a tradiciones sindicalistas combativas, configuran muy temprano –desde 1905– organizaciones obreras que cristalizarán en la formación del socialdemócrata Poale Zion de Eretz Israel y del más radical HapoelHatzair, del que surgiría el movimiento juvenil marxista Hashomer. Sobre todo, se forja la HistradutHaovdim be Eretz Israel, confederación sindical de los trabajadores de Israel, que será uno de los ejes mayores del cooperativismo y el socialismo israelíes.
Desde inicios de siglo, toda la política de los dirigentes sionistas –y, muy en particular, la de HaimWeizmann–estuvo orientada a negociar con las potencias colonialistas la obtención de una autonomía para la importante población judía em proceso de asentamiento en Palestina, fragmento territorial del Imperio Otomano bajo protectorado británico.
La Declaración Balfour del 2 de noviembre de 1917 es la primera expresión de esas negociaciones. Simultáneamente, Weizmann negocia acuerdos con el rey Feisal de Arabia, más tarde prolongados en las conversaciones con Abdalá de Jordania. El objetivo es la obtención de una mínima nación judía soberana coexistente con su contexto árabe.
A partir de 1920 las relaciones entre los dirigentes sionistas y la administración británica en Palestina se deterioran en función de la prohibición británica de nuevas emigraciones judías, y los judíos palestinos –tras los importantes pogromspromovidos por la población árabe y tolerados por los británicos entre 1929 y 1936– pasan a estructurarse en organizaciones de autodefensa.
La Segunda Guerra Mundial y la explícita toma de partido del muftí de Jerusalén en favor de Adolf Hiter lanzan a la población judía palestina hacia la transformación de esas organizaciones de autodefensa en grupos armados que dibujarán el núcleo del futuro ejército israelí. El Irgún, Stern y, sobre todo, Palmaj (Ejército popular) y Haganá (Ejército de Defensa) emprenderán, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y bajo el trauma del holocausto nazi, la lucha armada contra la administración británica: son las tesis del llamamiento del año 1946 de la Conferencia Sionista Mundial para la resistencia contra el Libro Blanco británico de 1939. La guerra de Palestina ha comenzado.
Bajo ese doble eje (deuda histórica hacia una población exterminada en los campos de concentraciñon y riesgos permanente de guerra civil en Palestina), la ONU busca desesperadamente una salida razonable para la cuestión judía. Son ya casi 600.000 los judíos instalados en tierra santa y la tendencia migratoria asciende.
Un primer plan de partición será esbozado en 1946, luego modificado en 1947. La formación de dos Estados, uno árabe y otro judío, sobre la antigua Palestina otomana es aprobada por la Asamblea General de la ONU el 14 de mayo de 1948.
En su forma final, la resolución de la ONU era escasamente favorable para los intereses judíos. Si concedía la existencia de un Estado israelí, no es menos cierto que los territorios y fronteras que le otorgaba eran escasos y pobres los primeros e indefendibles las segundas. Basta ponerse ante el mapa trazado por el plan de 1947 para captar la dificilísima situación en que un Estado israelí dividido en dos fragmentos entrecruzados de adversarios se hubiera visto para sobrevivir.
David benGurión acepta, sin embargo, de inmediato los términos de la resolución y proclama la independencia de Israel. La Liga Árabe los rechaza y llama a la guerra santa. La primera guerra árabe-israelí ha comenzado. Y, con ella, la tragedia del pueblo palestino.
Noventa mil soldados egipcios, iraquíes, sirios y jordanos atacan a los 70.000 guerrilleros de la Haganá. El resultado no puede ser más funesto para los intereses de la población árabe palestina. Contra todas las previsiones, los paramilitares de la Haganá barren a los ejércitos regulares árabes. Del territorio inicialmente fijado por la ONU para la formación de su Estado propio, los palestinos verán, como resultado de la guerra, apropiarse, por un lado a Israel, por otro a los países árabes limítrofes. El Estado hebreo incorporará así 6.700 kilómetros cuadrados sobre lo previsto y establecerá una línea de frontera menos inverosímil aunque aún militarmente muy vulnerable: en su parte más estrecha, el Estado hebreo no es, en 1948, sino una franja de 14 kilómetros entre Cisjordania y el mar. Egipto se apodera de Gaza. Jordania, de la Samaria biblíca o Cisjordania, que componía la fracción esencial del territorio previsto por la ONU como Estado palestino.
El armisticio que da fin a la guerra de 1949 consagrará un mapa político esencialmente distinto del previsto por la comunidad internacional. Palestina ha muerto antes de haber comenzado a existir. 850.000 de sus habitantes inician su largo exilio. El mundo árabe, bajo proclamas retóricas más o menos lacrimógenas, se desentiende materialmente de ellos. Aún en 1956, Ahmed Chuqueiri, futuro presidente de la OLP, podría proclamar, con el general consenso árabe, como «público y notorio» que «Palestina no es más que Siria del Sur».