Matías Mugica 6
Junio 2000
Responde el autor a las últimas propuestaspara cambiar la ley del euskera enla comunidad foral y plantea una serie deobjetivos para un política lingüística.
Parece que la iniciativa fallida de Oinarriak para cambiar la ley del Euskera ha tenido al menos la virtud de producir cierto debate sobre la cuestión, cosa rara entre nosotros. No cabe duda de que este debate es muy necesario en Navarra, aunque por desgracia su utilidad se ve reducida por nuestra inveterada tendencia al monólogo indignado y a la letanía. Yo, por mi parte, si me animo a opinar es porque, si no más lucidez, sí creo tener un conocimiento más cercano del problema y del mundo en cuestión que muchos de los opinantes. Y comienzo.Se echa en falta en el debate, me parece, que además de ocuparnos de las diferencias que nos separan, cosa que desde luego también es necesaria, hiciéramos un poco más de caso a aquello que compartimos o podemos compartir casi todos. Es decir: me parece que sería de interés intentar fijar un mínimo común denominador de lo que debería proponerse toda política lingüística para Navarra: un objetivo mínimo compartible por todos, nacionalistas y no nacionalistas. Esta base común posible es, a mi entender, la del respeto a la minoría vascohablante tradicional: el problema del euskera en Navarra es, como mínimo, eso (y en mi opinión no más que eso): un problema de tratamiento de minorías en una sociedad democrática. La comunidad tradicional tiene derecho a que se le atienda, a que se practique con ella cierta discriminación positiva y a que se le proporcionen unos medios para poder mantener su peculiaridad lingüística, (si es que desea hacerlo).
En esto creo que, salvo los sectores más reaccionarios, está de acuerdo todo el mundo, al menos en el principio, aunque sin duda luego habría fuertes discrepancias a la hora de decidir las medidas concretas que deben tomarse, las consecuencias que tendría esto fuera de las zonas vascoparlantes, etcétera. Pero el principio mismo, creo, es compartible por la gran mayoría. Sin embargo, y aquí empiezan las diferencias, las políticas lingüísticas al uso y los movimientos sociales por el euskera, apuntan más allá de este principio de respeto a una minoría tradicional y se proponen además, quizás sobre todo, crear esa minoría donde no la había. Ése parece ser el objetivo principal de los esfuerzos: la (re)euskaldunización, o sea la resucitación del euskera como lengua de uso social (no como mero conocimiento cultural) allí donde ya no se habla, o su pura y simple implantación donde no se ha hablado nunca (que, no nos olvidemos, es una parte importante de Navarra: aproximadamente un tercio). Se trata, en otras palabras, de crear lo que podríamos llamar «asentamientos».
La expresión, que trae ecos de la política israelí en Cisjordania, hace perfectamente al caso: también aquí, como allí, la historia -o su sucedáneo adulterado, el cómic nacional-, se usa como título de propiedad y como justificación de una voluntad de expansión a veces de muy dudoso talante democrático. Algo queda también para la comunidad tradicional de hablantes, pero, comparativamente, no sé si gran cosa.
Este proyecto, quiero insistir, es específicamente nacionalista; no en el sentido de que no haya quien más o menos borrosamente lo apoye desde otras posiciones, que lo hay, sino en el de que, en mi opinión, no tiene otra justificación que el ansia del retorno al origen propia del nacionalismo: no está justificado desde luego por la realidad amplísimamente mayoritaria de Navarra, que no es vascófona ni tiene por qué serlo, ni tampoco por el bienestar de la población, que no va a vivir mejor por hablar vasco en vez de, o además de, castellano (éste también es, en efecto, un argumento muy corriente: hacia la felicidad por el bilingüismo general).
A partir pues de estos «asentamientos», y a una con la reclamación, compartible por todos, de derechos lingüísticos para la comunidad tradicional, la normalización del euskera, al menos en su versión más habitual (porque tampoco en esto todos los gatos son pardos, o del mismo tono de pardo), persigue extender esa reclamación a los nuevos núcleos de hablantes (mayormente, a decir verdad, pseudohablantes), cuantificados en todo tipo de estadísticas generosamente hinchadas y deformadas (muchas de ellas financiadas, tiene gracia, por la Administración). Esta reclamación, si se acepta, acarrea dos consecuencias:
Obliga en primer lugar a euskaldunizar considerablemente la Administración en cuanto se juntan en cualquier sitio algunos niños que han pasado por una escuela en euskera o unos adultos matriculados en un euskaltegi. Esto produciría una presión considerable sobre el resto de la población, compelida a aprender euskera para mejorar sus posibilidades laborales. No para atender mejor a los hablantes nativos, sino para permitir a los neohablantes llevar a cabo su decisión de cambiar de lengua.
Entiéndaseme bien: no estoy diciendo que esta presión ya exista, como se ha sostenido, creo que sin razón, en esta polémica: en mi opinión, en general no hay discriminación por el euskera en Navarra, aunque es cierto que buscando se pueden encontrar abusos (y también en el sentido contrario) y también es cierto que las cosas sin duda se podrían hacer mejor. Estoy planteando lo que se seguiría de cumplirse las reclamaciones más habituales en esta cuestión. Si se aceptan, la ficción creará ficción y la presión crecerá, ya que las estadísticas de (pseudo)vascoparlantes serán cada vez más triunfales y justificarán más y más espacio y más y más obligatoriedades para el euskera.
En segundo lugar, se produciría un efecto de caballo de Troya en la Administración, ya que al ser los euskaldunes (y mucho más todavía los neoeuskaldunes) abrumadoramente nacionalistas, la presencia de éstos en la Administración acabaría por ser considerablemente más alta que la que tienen en la sociedad, cosa que puede ser fuente de muy graves conflictos.
A la vista de esto, una política lingüística para Navarra debe abandonar en mi opinión dos cosas para ser racional: una, lo que Iñaki Azkona llamaba el otro día «una decidida política de recuperación del idioma», es decir, el objetivo de cambiar radicalmente la situación sociolinguística, situación que en opinión de la mayoría de los navarros está bien como está, y que no hay otra razón para enjuiciar que la nostalgia originaria del nacionalismo; y dos, el principio mismo del reconocimiento de derechos lingüísticos a los neohablantes, y por lo tanto de deberes lingüísticos de la Administración (y del resto de la población) para con ellos: ningún ciudadano puede alegar razonablemente discriminación porque se le atienda en su lengua materna y propia, el español, aunque la de su proyecto o la de su corazón sea otra.
Si no se entiende esto, el resultado es el delirio en ciernes que nos amenaza. Porque, además, el vasco reimplantado, como sabe todo el que tiene la capacidad de saberlo y la honradez de reconocerlo, no suele pasar hoy por hoy de ser una delgada capa de barniz, y de no muy buena calidad: el conocimiento y el manejo de la lengua que proporciona, por ejemplo, una escolarización entera en euskera en la Navarra romanizada, suele ser limitadísimo y con frecuencia simplemente esperpéntico.
Reconocer derechos lingüísticos a esto, sin suponer en realidad nada apreciable para el idioma, va a producir una multiplicación de la ficción y va a dar pábulo, vía coacción laboral, a un determinado proyecto social y cultural. Por lo demás, también hay que decir que el movimiento por la euskaldunización, como iniciativa social, es perfectamente legítimo. Y también es cierto que si algún día todo esto verdaderamente se asienta y una parte de la población, según busca el proyecto, verdaderamente cambia de primera lengua (verdaderamente, digo, no cosméticamente como en estos momentos), la Administración tendrá que enterarse del hecho y adaptarse. Pero en la medida en que se trate de un hecho real, la adaptación se hará en realidad sola: si la sociedad navarra algún día es vascoparlante, también lo será automáticamente la Administración. Pero éste no es el caso ahora, ni hay por qué fomentar que llegue a serlo, si uno no es nacionalista y no comparte ese proyecto, como no lo hace la mayoría de los navarros.
Lo que no es legítimo -y se hace mucho- es presentar el cumplimiento del proyecto político-cultural de uno como una cuestión de «derechos humanos», y declararse consiguientemente oprimido y lesionado si la sociedad no hace lo que él dice y no va por donde él quiere.
Ésa es una falacia crucial que se ejerce mucho en esta cuestión (con matices y excepciones, por supuesto: estoy simplificando, pero creo que no distorsiono demasiado). Esta falacia, inoculada durante muchos años en una parte de nuestros jóvenes, ha hecho de ellos oprimidos crónicos mientras no se haga lo que dicen (cosa que por aritmética electoral difícilmente va a suceder), actitud que si no se denuncia y se corrige a tiempo, a la larga solo puede llevar a enfrentamientos fortísimos y violentos, y totalmente injustificados.
Matías Múgica es traductor de euskera y escritor.