Iñaki Iriarte
El euskara siempre ha constituido un tema político para el nacionalismo vasco. Los jóvenes abertzales que a finales de los años 50 comprendieron que éste no podía seguir fundamentado en el dogma de una raza vasca, vieron en él la esencia de su identidad. “Nada ha sido más desastroso”, escribía en 1962 el decano de todos ellos- Federico Krutwig-, “como el creer que pueda existir un vasco (verdaderamente vasco) que no hable el euskara… El vasco es el euskaldun y quien no habla el euskara es un euskaldun motz, un vasco cortado, castrado”. A tales eunucos les quedaba, sin embargo, un remedio: afanarse en aprender euskara y usarlo, aunque fuera a trompicones. Lo de los “vascos castrados”, por otro lado, se aplicaba solo a los nacionalistas, porque para Krutwig, los nativos que se sintieran españoles ni siquiera alcanzaban esa categoría. Eran sencillamente “excreciones cancerosas”. No podía ser de otro modo, puesto que España era el “enemigo natural” de Vasconia. Su correligionario –y compañero en Euskaltzaindia- Txillardegi expresó puntos de vista muy similares. CITA Ambos autores participaron en la fundación de ETA, a la que abandonaron cuando empezó a parecerles que se había vuelto demasiado obrerista y poco nacionalista. Sin embargo, a la larga, su influencia ideológica en ese mundo fue decisiva. Fueron ellos, por ejemplo, quienes impulsaron el concepto de Euskal Herria como “el País del Euskera”. Sin éste, pensaban, Vizcaya, Guipúzcoa, etc., no serían sino meras “provincias norteñas”, prácticamente iguales a las demás españolas. El problema era que solo una minoría de los habitantes de Vasconia hablaba euskara. El caso de Navarra, a la que consideraban el eje de una nación vasca, les resultaba especialmente sangrante: el vascuence era desconocido por el 90% de los navarros que, en consecuencia, se verían en la alternativa de escoger entre ser “excrecencias cancerosas” o “vascos castrados”.
Esa convicción relativa a la equivalencia entre lengua e identidad ha terminado siendo compartida, en mayor o menor medida, por todas las familias del nacionalismo. De las supuestas virtudes que nos distinguían a los vascos desde finales del XIX (religiosidad, obediencia, carácter emprendedor, amor al trabajo, el orden y la tradición), nada ha quedado. Ser vasco es, simplemente, ser euskaldun. Conforme a ello, extender el euskara por todo el territorio “vasco” –incluyendo a aquellas comarcas de tradición romance, como las Encartaciones, la Ribera o el BAB- se ha convertido en el “summun bonum” del nacionalismo. Entiéndase, no es que la cultura haya servido de avanzadilla a la política, es más bien que el “frente lingüístico” se reveló el escenario en donde se dirimía la batalla decisiva por la identidad y la supervivencia del pueblo vasco. No es mi opinión: es el propio nacionalismo quien ha comprendido de este modo el problema del euskara. Y los textos lo demuestran. La izquierda constitucionalista en Navarra y el País Vasco no ha sabido entender esto. Siempre ha pensado que el euskara era una manía infantil de los nacionalistas, una especie de chuchería que les acabaría empalagando y que, por ello, se les podía a regalar sin preocupación. Se equivocaban. Porque los nacionalistas, merced a su hegemonía en el campo de la cultura, lograron convencer a la mayoría castellanoparlante de que estaba “castrada”, de que le faltaba algo, de que vivía como un polizón en el “País del Euskara”. El esfuerzo que hace décadas vienen realizando decenas de miles de personas –muchas de origen foráneo- por intentar aprender un idioma tan minoritario, por resucitarlo allá donde ya nadie lo hablaba y por escolarizar en él a las nuevas generaciones, no tiene explicación en términos de utilidad. Solo puede comprenderse en relación a esa necesidad de suturar una castración imaginaria y procurarse (para sí mismo o para sus vástagos) la hidalguía de la lengua.
En Navarra se nos plantea ahora la necesidad de extender su enseñanza pública a todo el territorio. Según los promotores de la medida, se trataría de atender a la demanda y de garantizar la libertad de elección de los padres, sin importar en qué zona residan. Pero si de verdad estos –demanda y libertad de elección- son los puntos decisivos, ¿por qué nadie piensa en ofertar una enseñanza en rumano, búlgaro o árabe? Me temo que de lo que se trata realmente es de alimentar ese absurdo de los “vascos castrados” y el “País del Euskara”.
Siento un inmenso cariño hacia esta lengua (mía también), pero no creo que la tierra le pertenezca, ni que a mis convecinos que no la hablan les falte algo. No tienen que redimirse de nada, no tienen que hacerse perdonar ningún crimen, ni que escolarizar para ello a sus hijos en una lengua que no entienden. No deben ser penalizados -por ejemplo, en el acceso a la administración-. Ser castellanoparlante no es un pecado, ni una traición a no sé qué esencias ancestrales. La libertad de elección de los padres es un valor en sí mismo, pero para que toda libertad sea real, es necesario antes desterrar supersticiones, miedos y prejuicios. Ojala la izquierda vasca y navarra lo entendiera.