Reflexiones para ciudadanos navarros

enero 2007

I. El nacionalismo vasco, nuestro mayor peligro político

Por qué

1. Lo es ya porque tal nacionalismo, como hace ya tiempo que se reveló sin ambages, apunta contra el núcleo de nuestra entidad política. Somos la única comunidad autónoma española a la que se otorga una capacidad constitucional de decidir incorporarse a otra; más aún, la única comunidad que suscita el expreso y prolongado deseo anexionista por parte de otra. A fin de alcanzar la secesión de su artificial Euskalherría respecto de España, es nuestra permanencia como tal entidad política lo que el nacionalismo pone en entredicho. Como cualquier nacionalismo, también el vasco pretende modificar fronteras, en este caso las de España y de nuestra propia comunidad. Su pregunta básica no es qué queremos hacer, sino qué y quiénes somos desde siempre; no es cómo organizar nuestra comunidad, sino cómo delimitar esa comunidad, quiénes formamos ese nosotros frente a todos los demás…

2. Es el máximo problema político por ser además el único que viene secundado por una violencia terrorista, sus amenazas… y el miedo social consiguiente. Y entre los efectos letales de ese temor hay que incluir, junto al sufrimiento de muchos, el disimulo de otros tantos, la complicidad silenciosa de cuántos más y la dejación culpable ante pretensiones del todo infundadas; en una palabra, la aparente naturalidad con la que aquí se acoge lo francamente mentiroso o artificial. Ese innegable envilecimiento de la atmósfera pública se refleja en la tensión en las relaciones sociales y hasta en las personales. Y es que hablamos de una ideología que, por contraste con las demás, cuestiona nuestra común ciudadanía al enfatizar -en el seno de una sociedad plural- una supuesta diferencia étnica por encima de todas y, desde ella, su voluntad correspondiente de desigualdad política.

3. Nada tiene de extraño que nuestros sucesivos gobiernos hayan sido por todo ello siempre gobiernos bajo la amenaza latente o manifiesta del nacionalismo vasco. Quienes niegan la común ciudadanía española (porque afirman nuestra anterior y excluyente ciudadanía vasca) no han tenido inconveniente, para amparar sus pretensiones, en vender sus escaños al mejor postor para formar mayorías de gobierno, recurrir al desorden civil o a su amenaza, o en subir sin cesar el listón de estas pretensiones.

4. Pero resulta también el problema político más grave porque pervierte a fondo la conciencia colectiva de las gentes. El máximo peligro de la arremetida del nacionalismo vasco no es que nos quiten Navarra, ¿cómo?, sino que nos quiten la paz a los navarros; no es que invadan nuestra tierra, sino que esa infección invada poco a poco la conciencia civil de sus habitantes. La infecta al presentar sus demandas como si fueran derechos, es decir, como algo tan evidente y debido que puede prescindir de todo argumento, servirse de un vocabulario tramposo y defenderse con la intolerancia del fanático. Empequeñece esa misma conciencia cuando la mantiene en la contemplación ensimismada de su ombligo; ahoga la agenda pública, porque la monopoliza con sus reivindicaciones eternamente insatisfechas o la condiciona cada vez que fuerza al pronunciamiento sobre nuestro ser o no ser antes de abordar lo que hacer.

Actúa así como una lente deformante de la realidad y del juicio ético-político que requiere; o, si se prefiere, hace de tapón que impide afrontar y resolver los problemas más cruciales del ciudadano. Primero, porque de hecho mediatiza el planteamiento y solución de casi todos los demás problemas. Segundo, porque deja al sector menos pertrechado de la población, el juvenil, a merced de quienes más vociferan. Y tercero, porque crea y realimenta en nuestra sociedad una tensión artificial e indebida que otros conflictos de mayor calado no provocan.

5. La política lingüística, por ejemplo, tenía por fuerza que engendrar una crispación creciente. No sólo por la sangría imparable de recursos públicos destinados a “normalizar” lo que los ciudadanos mismos deciden a diario en las zonas no euskaldunes de Navarra que sea sociológicamente “anormal”. También por la injusta discriminación laboral que la valoración o el requisito de su conocimiento -por lo general inútil en la función a desempeñar- sigue implantando en el acceso de los ciudadanos a un buen número de empleos públicos. O, en fin, a causa de la inevitable frustración de quienes pretenden para ellos o sus hijos vivir en euskera, cuando prácticamente nada real lo reclama (ni su relaciones personales o sociales cotidianas, ni los estudios universitarios ni el mercado). Todo ello reaviva en unos su sentimiento victimista y les aboca a la reivindicación permanente de unos derechos al parecer defraudados. Al poner una ikastola (ilegal) en cualquier lugar de la Ribera, a continuación habrá que poner también para esos niños así escolarizados un médico, un cura y hasta un alguacil que les atiendan en vascuence. Y ahora la euskaldunización del comercio en Tafalla, la incorporación de la Cuenca de Pamplona a la zona mixta, el bilingüismo en las rotulaciones del Baluarte o en los programas del teatro Gayarre, y así hasta el infinito.

Quien no quiera ver la centralidad de esa política lingüística, ése desconoce la naturaleza del nacionalismo en general y del vasco en particular. A falta de raza común, de historia colectiva fidedigna y de conciencia nacional suficiente, su fervor étnico se apoya hoy en la promoción de una lengua única (o al menos distintiva) para sus habitantes y de un único territorio. Todavía hay bienpensantes de uno y otro lado que repiten que “no hay que politizar el euskera”, como si el euskera pudiera sobrevivir sin esa política y como si la lengua no fuera la principal palanca de la política nacionalista. Su “construcción nacional” con vistas a su edificación estatal es, ante todo, una construcción lingüística y territorial: Navarra como parte inseparable de su territorio mítico, el vascuence como su marca étnica primordial. La reimplantación (o pura y simple invención) de la toponimia vasca en tantos pueblos de la zona mixta y no vascófona de Navarra, contra el uso actual y el de siglos por parte de sus vecinos, busca dejar constancia de que “hasta aquí se extiende Euskalherría”… No lo van a lograr; pero justamente por eso nos van a amargar la vida pública a vascos y navarros hasta que confiesen el carácter a la vez totalitario e imposible de tal ilusión.

6. De esta y otras maneras obtiene el nacionalismo entre nosotros una sobre representación que no merece: la desmesura de su presencia pública traduce simplemente la desmesura de su desafío. La representación política del nacionalismo vasco en Navarra resulta desproporcionada respecto de su arraigo social, es decir, de ese 20 % de los votos que en total logra reunir. Si hay algo escandaloso en nuestra comunidad es esto: que, siendo ellos tan pocos, se les tema tanto y se les conceda tanto; y que, coreando tan ridículos argumentos, casi nadie se atreva en público a refutarlos. Es una sobre representación que se manifiesta en el mismo Parlamento, en ciertos órganos del Gobierno, en instituciones y publicaciones oficiales, en las rotulaciones de calles y despachos públicos, en las centrales sindicales, en los conflictos de la UPNA, y, como no podía ser menos, en las noticias de prensa.

De este ruido mayor que las nueces obtiene ganancia la derecha política, aunque sólo fuera porque capitaliza a su favor el miedo o recelo de la mayoría frente al nacionalismo vasco. Pero que no se lamente la izquierda de su consiguiente pérdida de peso electoral, porque en buena parte ella misma se la ha labrado en su tibieza y complicidad para con aquel nacionalismo. Además de no haber entendido la repugnancia absoluta que hay entre la construcción nacional y sus propios objetivos de transformación social, ha permitido a su adversario primero, la derecha, levantar en exclusiva una bandera que también debía ser suya.

La confusión central y sus riesgos

Existe una colosal y penosa confusión que enturbia hace ya demasiado tiempo la entera escena política de Navarra. Pues a la división entre la derecha y la izquierda se viene a superponer entre nosotros otra nueva, más vaga y sentimental, entre partidarios y contrarios del nacionalismo vasco. Y esta última clasificación, no sólo desdibuja la anterior hasta retorcerla, sino que desorienta a la ciudadanía y obstruye la detección y el tratamiento de los verdaderos problemas ciudadanos. Honrados votantes de izquierda se quejan de que en Navarra existe mucha derecha. Pues será cierto, sólo que no deben inferirlo de que la mayoría se oponga al nacionalismo vasco y a sus inicuas pretensiones. Honrados votantes de la derecha tienden a dar por supuesto que los nacionalistas están políticamente a su izquierda. Pero es el caso que todo nacionalismo etnicista representa algo anterior a la división derecha/izquierda; o, para ser más exactos, algo que propugna un proyecto predemocrático de raíces reaccionarias. Al fin y al cabo, a sus ojos lo primero no son las personas y sus derechos, sino las presuntas etnias y los suyos. De modo que la derecha navarra será derecha por otras razones que por ser antinacionalista vasca y, la izquierda, izquierda a pesar de sus incoherentes inclinaciones hacia ese nacionalismo.

En realidad, habría que preguntarse cómo ese rechazo del nacionalismo étnico, que ha sido seña de identidad de la izquierda política, ha llegado a convertirse en signo de afiliación a la derecha. No está escrito que la derecha deba ser estatalista ni la izquierda proclive en cierta medida al nacionalismo. Al revés, la lógica de la razón política enseña que un nacionalismo étnico es un integrismo político y que, cuanto más radical fuere ese nacionalismo, más integrista será. Añádase que para el nacionalista tan sólo importa el reconocimiento político del derecho de su pueblo o nación; cualesquiera otras necesidades o derechos de su sociedad quedan supeditados a aquél. Si esto es así, se diría que próximas al nacionalismo vasco no pueden estar ni la actual derecha política navarra ni menos aún su izquierda. Bueno, pues en esta tierra esa lógica no funciona.

a/ riesgo de la derecha: el navarrismo
– La derecha navarra es antinacionalista vasca, de eso no hay duda. Sólo que, tanto por reacción defensiva frente a aquel nacionalismo vecino como por algún contagio, los partidos de esta derecha tiende a incurrir en otro nacionalismo. Su navarrismo se distingue del nacionalismo vasco, desde luego, en que no está embarcado en la tarea de una “construcción nacional” hecha a golpes de invenciones históricas o esforzadas recuperaciones lingüísticas ni manifiesta una voluntad de imperio. Pero tiene en común con aquél una parecida obsesión por subrayar un rasgo cuasi-natural, el ser navarro (igual de etéreo y forzoso que el ser vasco del otro), como si tal fuera el rasgo más relevante de nuestra condición ciudadana. Y ese sentimiento primitivo le lleva a invocar de continuo las esencias del país y a defender, con ardor similar al del otro lado de la muga, la singularidad, identidad y soberanía de Navarra. Frente al ser vasco de allí nuestro hombre se exhibe el ser navarro de aquí.
– No es éste pequeño riesgo ya el que, al inclinarse a ver en todo vasco un nacionalista vasco, puede ofender a esos naturales de la tierra que disfrutan de lengua y aficiones vascas sin por ello comulgar con los dogmas abertzales. Más grave es que sólo sepa plantar cara a unas creencias y emociones mediante otras emociones y creencias. Pero lo peor es que, como le ocurre a todo nacionalismo por definición, también este otro navarrista de baja intensidad agote su programa y quehacer políticos en la retórica acerca de la personalidad de Navarra como “comunidad diferenciada” y cosas así. Qué les pase (en su empleo o desempleo, salarios, urbanismo o precio de sus viviendas) a los navarros, que son los únicos sujetos reales y de derechos, eso ya no parece ocuparles tanto.

b/ riesgo de la izquierda: el pseudoprogresismo
– Son muchos los que equiparan nacionalismo y progresismo, ya sea por alguna vieja deuda antifranquista que saldar, extraños complejos de culpa, cierta acracia de salón y, por supuesto, una ignorancia perezosa y satisfecha. Asi es como se han colado entre la izquierda, sin el menor debate crítico, los tópicos biempensantes de moda (el mito de la identidad, el valor de cualquier diferencia, los derechos de los grupos, la falsa tolerancia, el respeto de todas las opiniones, el no juzgar, la discriminación positiva, etc.) que se instalan en la cada día conceptualmente más desarmada conciencia de las gentes y contribuyen a reforzar la escalada abertzale.
– La izquierda política navarra no es nacionalista vasca, claro está, pero ha compartido mesa y mantel con ese nacionalismo en demasiadas ocasiones. Por mecánico rechazo de la derecha antinacionalista de aquí, esta izquierda se ha sentido en el deber de oficiar de ayudante de los nacionalistas de aquí y allá. Por una anorexia teórica culpable, ha caído en la estúpida creencia de que ciertas insignias abertzales eran condición indispensable de una imagen progresista, una especie de peaje obligado a la corrección política. Por intereses partidarios vergonzantes, ha coqueteado en el pasado con esos nacionalistas en pretendidos “gobiernos de progreso” pagados al precio (verbigracia, la política lingüística) de aceptar lo inaceptable. Y por temor al eventual desconcierto de una militancia y electorado asimismo infectados por aquellos prejuicios, ha preferido mantenerlos en esa infección antes que ponerse a la tarea de educarlos. Ha condenado la violencia del nacionalismo llamado radical, no faltaba más; pero, salvo excepciones, ha carecido de coraje moral y capacidad intelectual para enfrentarse a diario con las peligrosas ideas de las que emanaba aquella violencia y justificaban las metas secesionistas.
– Como en coyunturas políticas pasadas, también en la presente esa izquierda mantiene cuando menos una desconcertante ambigüedad respecto de su posible acercamiento a los nacionalistas. A lo que ya se ha dicho aquí, bastaría con añadir otra reflexión. Tal vez la izquierda aún no ha reparado bastante en que la amenaza nacionalista perjudica la conquista de sus pregonados objetivos “socialistas” en mucha mayor medida que a los objetivos conservadores de la derecha. Sólo han de calcular cuántas energías críticas y movilizadoras, que deberían emplearse en una construcción social más justa, se entretienen, desvían, derrochan y malgastan en nuestra tierra desde hace décadas en esa injusta construcción nacional.

II. La ilegitimidad de las pretensiones nacionalistas sobre Navarra

1. ilegitimidad del dogma nacionalista– El caso de Navarra revela a la vez la naturaleza de ese nacionalismo etnicista y el fracaso de su proyecto o, mejor dicho, su rotunda ilegitimidad. Siendo este territorio foral esencialmente vasco (¡la cuna de Euskal Herria!) desde toda la eternidad, y conforme al primer dogma nacionalista de que cada nación tiene derecho a su soberanía política, la mítica Nafarroa formaría parte irrenunciable del Estado vasco soñado. Así discurre el nacionalista consecuente, para quien la afinidad cultural entre sociedades predetermina su unidad política soberana.

Pero ya ven que no. La Navarra del presente demuestra por sí sola que ni el ser cultural determina la conciencia unitaria de sus gentes ni, sobre todo, infunde derechos políticos que puedan llamarse democráticos. Bien es verdad que hoy la Comunidad Foral (por geografía, historia, costumbres, lengua) sólo es parcialmente vasca, por mucho que la hipocresía general consienta rotular calles o lugares en dos lenguas para poblaciones monolingües e inaugurar ikastolas en mitad de la Ribera. Pero aunque fuera culturalmente vasca por los cuatro costados, nada más que un 20% de sus electores se confiesa nacionalista vasco y al resto no le mueve afán separatista alguno. Allí se dibuja no un “conflicto de identidades”, sino más bien un cuadro bastante nítido de “identidades compartidas” y de pluralidad ideológica.

Aún falta que esa inmensa mayoría que repudia la anexión a Euskadi aprenda a rechazar este propósito no tanto por sentirse navarros, o exhibir sus “derechos históricos”, o preservar sus ventajas fiscales o defender su apreciable nivel de vida…, sino por saberse primero ciudadanos. O sea, sujetos políticos iguales por encima de cualquier otra diferencia y dispuestos a alcanzar acuerdos mediante razones aceptables. Impartir esta enseñanza democrática básica y ponerla en práctica, antes de echar cuentas electorales, es tarea conjunta de la derecha y de la izquierda a poco que comprendan que de ello depende nuestra suerte común.

2. ilegitimidad de la politica lingüística.- Pasemos a la ilegitimidad de la política lingüística que el nacionalismo propugna en Navarra con la aquiescencia de muchos. No pasa día en que Aralar, o Na-Bai o -lo que es aún más penoso- IU no trasladen a la opinión pública unas cuantas barbaridades. Todas pueden resumirse en la condena del principio territorial de esa política, o sea, en la solicitud airada de que las zonas lingüísticas establecidas por la Ley del Vascuence deben desaparecer y, con ellas, la diferencias de derechos de los administrados y de deberes por parte de la Administración de Navarra. En suma, todos los ciudadanos navarros tendríamos iguales derechos lingüísticos a conocer, estudiar o vivir en vascuence con independencia del lugar de nuestra residencia y, desde luego, al margen de otras necesidades colectivas más extendidas, graves y urgentes. Pero no hay tal derecho.

Estos tales no han pensado que la política lingüística -como la política entera- está sometida a criterios últimos de legitimidad, a ciertos principios morales. Olvidan, por ejemplo, que los derechos lingüísticos pertenecen a los hablantes (y no a la lengua misma ni al territorio), y eso en tanto que partícipes de una comunidad viva de habla e incluso según el tamaño de esa comunidad. O sea, que los poderes públicos no están obligados hacia los hablantes cuando éstos se hallan fuera de su entorno lingüístico ni en caso de ser muy escasos; ni tampoco hacia las personas que desean aprender una lengua distinta a la de su comunidad. Son principios de justicia lingüística recogidos también en la Carta Europea de Lenguas Regionales y Minoritarias.

3. Ilegitimidad del derecho de autodeterminacion.– Y por si no estuviéramos ya bastante predeterminados según los creyentes en la gran Euskal Herria, ahora nos quieren “autodeterminar”. El nuestro no sería un derecho a decidir, que por lo demás venimos ejerciendo en todas las elecciones políticas. Sería más bien un deber de decidir sobre lo ya decidido por otros. No esperemos razones capaces de llamarnos a semejante obligación: la reclaman simplemente ETA para salir por fin de la escena pública y el mundo nacionalista para ocuparla más todavía. Como si tanto crimen y tanto sufrimiento durante décadas pudieran merecer a posteriori alguna justificación o siquiera un descargo, cuando prueban tan sólo que aquella exigencia tan desaforada requería desde el principio verter sangre e infundir miedo. O sea, que si los medios terroristas empleados son del todo repudiables, no menos lo son los fines nacionalistas a los que se enderezan y los ilegítimos fundamentos que pretenden justificarlos…

a/ Conforme al plan de los más osados, nuestro futuro quedaría fijado en un referéndum de autodeterminación en esa Euskal Herria que incluye a Euskadi, tres departamentos franceses y Navarra. Preguntemos por el fundamento legitimador del derecho que se arrogan. ¿Tal vez alguna brutal conquista, algún agravio continuado, unos derechos básicos suspendidos que venimos soportando vascos, navarros y vascofranceses a lo largo de siglos, y a los que nuestra unidad soberana pondría fin? Pues sólo en caso de verificarse tales hipótesis o un supuesto proceso de descolonización admitiría la reflexión político-moral lo bien fundado de ese derecho. Pero no, desde luego, cuando se trata de la vieja salmodia de la voluntad de un Pueblo, aunque fuere a costa de la libertad de una buena porción de sus pobladores.

Y si al menos en Navarra o en la Iparralde francesa los resultados fueran contrarios a las tesis secesionistas, como saben con certeza que ocurrirá, ¿por qué esa obstinación en extender la consulta a los ciudadanos de esos territorios? Sin duda porque lo más crucial es sentar este injusto precedente, aplicar el principio de autodeterminación, aunque se deje algún jirón en su ejercicio. Servirá para robustecer dentro y fuera la idea de una Euskal Herria irredenta a la espera de su plenitud definitiva y, con ello, de una Navarra sometida a una disputa interminable.

b/ Los menos ambiciosos, de momento, se contentarían con aceptar un “ámbito navarro de decisión”, en el que se estableciera algún vínculo institucional con Euskadi. Verbigracia, un “órgano común permanente”. Vendría a ser un modo de dejar más abierta la puerta que entreabre la disposición transitoria cuarta de la Constitución para un hipotético ingreso de Navarra en aquella comunidad. Produce enorme extrañeza que algo así de transitorio resulta tan permanente y habrá que pensar si lo que tal vez tuviera sentido en su día no lo ha perdido ya del todo. Así que nos inclinamos por derogar tal disposición, a fin de no encender aún más los apetitos desordenados del prójimo nacionalista y librar a los navarros de esta zozobra constante en su vida civil. Y aun si ETA pronto se esfumara como un mal sueño, tendrán que pasar bastantes años antes de que los buenos vecinos de antaño acorten la distancia que el nacionalismo vasco ha puesto entre ellos. En el pecado se lleva la penitencia.

c/ Sea para lo uno o para lo otro, y propugnadas sólo para la Comunidad A. Vasca o también para la Foral, se viene predicando (y aceptando hasta por parte del Gobierno de la nación) reunir una Mesa de Partidos que concite los acuerdos en esta materia. Tal es el expediente propuesto a fin de que Batasuna, declarada ilegal por la Ley de Partidos y por ello sin presencia parlamentaria, pueda participar de esas negociaciones. Sobra decir que, como demócratas, no podemos aceptar ninguna deliberación y decisión políticas que no provengan de las instituciones representantivas; y por tanto, como demócratas navarros, que no podemos acatar otras resoluciones sobre la materia que las adoptadas por el Parlamento de España y de Navarra.

III. Por un pacto entre partidos constitucionalistas

Su necesidad

1. Allá quien no quiera escucharla, pero la inmensa mayoría ciudadana está pidiendo a gritos un gran acuerdo para fijar la posición de la Comunidad Foral frente a este nacionalismo vasco. Esa mayoría pide que en este punto capital la política navarra sea unitaria. Aquí no cabe diferencia alguna entre la derecha y la izquierda ni razón que valga para anteponer el interés partidario al manifiesto interés común. Todos los partidos constitucionalistas de Navarra, deben esforzarse en comprender la gravedad de ese problema político: a la postre, en decidir si queremos ser tribu de naturales o comunidad de ciudadanos. Los de la vivienda o el paro siguen siendo desde luego los más urgentes problemas sociales; pero nuestra sociedad tendrá tanta más disposición y capacidad para afrontarlos cuanto antes y con mayor unanimidad sepa encarar este otro previo problema político.

Seguramente los dirigentes de ambas facciones van a tener mucho que aprender y que debatir publicamente mucho e ilustrar mucho a sus huestes y seguidores. Quién más, quién menos, tendrán que hacer examen de conciencia y propósito de la enmienda. Los unos habrán de renunciar al estilo rudo y los otros al tono melifluo acostumbrados, pero todos a la pereza, sectarismo o cobardía que se plasma en sus silencios o en sus frases hechas. Y si nuestros progresistas se andan con remilgos para este pacto con los conservadores, o viceversa, entonces diremos a unos y otros que bien poco deben de confiar en sus diferencias reales como para inventarse diferencias imaginarias; o que, en lugar de dar la batalla política donde deben, la dan donde no deben.

2. Cuanto pueda favorecer las aspiraciones del nacionalismo violento o pacífico será políticamente nefasto para todos los demócratas españoles en general y los navarros en particular. Y de ahí que por mucho que sin duda separe entre sí a UPN, al PSN, a CDN e incluso a IU, a unos y otros les bastaría pensar un poco para concluir que es mucho más lo que debe distanciarles de los nacionalistas. ¿Cómo van a ser igual de adversarios los que, pese a múltiples desacuerdos, reconocen nuestra común e igual ciudadanía… y esos otros que la niegan porque anteponen su diferencia étnica para así hacernos entrar contra nuestra voluntad en otro Estado? ¿Cómo podré entenderme igual con los que socavan a diario el espacio y el lenguaje cívicos… y con los que nos une ese mismo espacio y lenguaje? ¿Cómo no voy a estar más enfrentado a los que se apoyan en quienes coartan nuestras libertades y hace bien poco pactaban con quienes amenazaban nuestra vida… ? ¿Acaso guardan el PNV, EA, Aralar y Na-Bai la misma distancia respecto de Batasuna (o éste de aquéllos) que respecto del PSN y UPN?

Y si creen que les une más con estos nacionalistas de izquierda (¡¡¡!!!), entonces están confundiendo la amistad personal con la amistad política, y el provecho local y momentáneo con el interés general a largo plazo. No habrán entendido todavía la naturaleza totalitaria de ese nacionalismo, que tiene que someter los derechos individuales a los colectivos de su presunto Pueblo; ni tampoco el talante reaccionario de una creencia que tiene que subordinar la comunidad civil al grupo natural y sagrado de pertenencia; ni tampoco el secundario contenido “social” de ese mismo nacionalismo, que tiene que posponer las necesidades más populares al objetivo prioritario de la liberación nacional.

3. La respuesta a tal arremetida no ha de ser más navarrismo ni más componendas pseudoprogresistas con aquel nacionalismo, sino más sentido democrático frente a una ideología y práctica política pre- y hasta antidemocráticas. Ya está bien de tanto mirar al pasado, en lugar de encarar el presente y de hacernos con las categorías capaces para comprenderlo. Dejemos que los muertos entierren a sus muertos. Ya está bien de esa sacrosanta identidad navarra , que bien poco expresa la múltiple y cambiante identidad de cada navarro y menos aún su identidad ciudadana. Ya está bien de replicar al localismo vecino con otro raquítico localismo y de ser a un tiempo una sociedad industrialmente tan moderna y en lo demás tan premoderna.

Hay que expandir una concepción de la ciudadanía nacida de la igualdad política de los sujetos, y no de su presunta igualdad étnica o folclórica; una ciudadanía asentada en los derechos civiles de los individuos, no en los rancios derechos históricos del Viejo Reyno ni en los totalitarios derechos colectivos de su Pueblo; y una ciudadanía pendiente, no de alcanzar una hipotética justicia nacional, sino de ensanchar las cotas de la justicia distributiva y social. Esta sería la verdadera respuesta progresista, por democrática, al desafío nacionalista; cualquier otra cosa sería muestra de miopia y causa segura de desastre. Y todo ello habría que plasmarlo en un gran Pacto.

4. En resumidas cuentas, ¿por qué solicitamos ese Acuerdo? Por nuestro empeño en ser demócratas y para seguir siéndolo. A todos los partidos se les pide, primero, que sean unos partidos igual de ciudadanos; y luego, una vez asegurada la ciudadanía frente al etnicismo amenazante, que sean todo lo conservadores o socialistas que su diferente sentido de justicia les demande. Sus militantes han de entender que en este deber político está también su conveniencia y que la salvaguarda del interés común coincide con su más pedestre interés partidario. Si no les mueve lo uno, como sería deseable, que les mueva al menos lo otro.

El contenido del Pacto

1. Ha de ser un pacto público, difundido y explicado entre la ciudadanía. Un pacto que declare el acuerdo de los firmantes -estén en el gobierno o en la oposición- en su rechazo del nacionalismo vasco desde unos principios democráticos expresos. Pero también así un pacto en torno a un puñado mínimo de cuestiones generales (las pretensiones de ETA y su mundo, la Disposición Adicional de la Constitución, las relaciones con la Comunidad. Autónoma Vasca, etc.) y particulares (sobre todo, la política cultural y lingüística).

2. Un pacto preelectoral, para que así se evite en la campaña toda querella partidaria en este punto, despeje las incógnitas posibles de los ciudadanos de esta Comunidad y nadie saque ventaja de lo que debe ser una causa común. Sería el pacto que asegura la paz civil entre todos, el punto cero de la política, la primera lección democrática que los partidos imparten. .A partir de ahí la derecha se presentará como derecha, y la izquierda como izquierda, ambas sin los disfraces y añadidos que no les convienen y sin las excusas con las que desvían su responsabilidad y distraen la atención pública. Entonces podremos medir mejor, con la palabra y nuestro voto, cuál de ellas promueve en esta tierra la justicia, que es la primera virtud de una comunidad de ciudadanos

3. Pero deberá tener un alcance postelectoral, para que todos los navarros sepamos cuáles habrían de ser las alianzas legítimas de gobierno y, mientras se mantenga ese acuerdo, el rumbo de las legislaturas que nos vienen. Pero también porque, sin la menor duda, un Pacto semejante sería de amplia repercusión política en la España del presente y en primer lugar en la Comunidad Vasca.