La ideología secularista es lo que hoy predomina en los foros de pensamiento de izquierda, es una vuelta a las fuentes del pensamiento revolucionario, que despojados de la estética más radical y violenta de otros tiempos, no dejan de tener los objetivos de: sacralizar el Estado y disminuir la influencia de la religión en la vida social. Son dos objetivos, tanto para las logias masónicas desde el s. XVI, como los señalados en los textos ideológicos de los socialistas europeos. Para ellos el Estado debe ser el único referente moral definitivo para el conjunto de la sociedad. Sólo a él corresponde definir lo que es justo y lo que es injusto, fijado mediante las mayorías parlamentarias. Ninguna fe puede oponerse a las leyes. De este modo, el Estado se convierte en la última autoridad civil y religiosa, a la que el hombre debe someterse.
Desde hace medio siglo, este relato laicista se ha instalado fuertemente en las Instituciones Internacionales. En este sentido, la globalización no significa la desaparición del Estado moderno, sino la extensión planetaria de su servidumbre, en nombre –una vez más – de un paraíso terreno. Ahí está la clave de la reprimenda internacional a Benedicto XVI: sólo el Estado y sus prótesis mundialistas pueden conformar el nuevo orden moral internacional. Si la Iglesia no se somete a este credo, se convierte en un estorbo para la felicidad del hombre, o incluso en una asociación criminal y genocida. El utopismo que creíamos desaparecido, parece dispuesto de nuevo a sojuzgar a la humanidad, y esta vez a escala planetaria, con los nuevos conceptos de no discriminación a la mujer, del apoyo a la homosexualidad, al ecologismo talibán, etc.