por Carlos Martínez-Cava
21 de octubre de 2014
El Manifiesto
“El populismo no es una ideología, sino un estilo. El auge de los movimientos populistas traduce evidentemente el descrédito de los partidos de la Nueva Clase, totalmente alejados del pueblo, y la desconfianza de la que son objeto hasta el punto de engendrar auténticos pánicos morales.”
Alain de Benoist
Marine Le Pen. Pablo Iglesias. Beppe Grillo. Nigel Farage… ¿Qué tienen en común gentes, por lo demás, tan dispares? O más bien, ¿de qué se les acusa desde los medios de comunicación afines al actual estado de cosas? De POPULISTAS.
“Populista” es el adjetivo que un sistema partitocrático te puede arrojar cuando criticas que la democracia parlamentaria en los países dentro de la Union Europea se han convertido en grupos cerrados de privilegiados que obedecen consignas de entes no elegidos por los ciudadanos.
El populismo se ha convertido en sinónimo de agitador, de demagogo o de dictador según ese populismo vaya calando en sectores amplios de la población.
La figura no es nueva, ni las criticas tampoco. El populismo aparece en la República Romana de mano de aquellos políticos que se enfrentan a las clases dirigentes aristocráticas para conseguir el apoyo de los proletarii y propiciar una política que hoy calificaríamos de izquierdista: reparto de tierras, subvenciones a los alimentos, fijación de precios máximos, defensa de los intereses populares, etc. Los hermanos Graco, el general Cayo Mario, Publio Clodio y principalmente Julio César, fueron sus cabezas más visibles y los primeros a los que se calificó de populistas de forma despreciativa y humillante; “los que están con el populacho”, decía Cicerón de ellos.
Y, desde este primer uso del término, populismo siempre fue un calificativo político despectivo y empleado tanto para rotular a movimientos de derecha como de izquierda, en un totum revolutum que puede llegar a equiparar, por ejemplo, el fascismo mussoliniano con los movimientos de liberación latinoamericanos
Pero lejos de la descalificación, como dice Gustavo Bueno, la cuestión está profundamente relacionada con la idea misma de «pueblo», como entidad política («salus populi suprema lex est»), en sus conexiones con la idea de «nación política», en cuanto opuesta a la «nación étnica» o cultural. El pueblo es el conjunto de los ciudadanos vivos, en el presente, que intervienen en la vida «pública»; la Nación política incluye además a los antepasados (a los muertos) y a los descendientes, a los padres (a la Patria pretérita) y a los hijos y descendientes (a la Patria futura). La Nación política es un concepto histórico, la nación étnica o cultural es un concepto antropológico.
Que «recurrir al pueblo» pueda ser denunciado como una patología política, o sea, como una amenaza para la democracia, es a este respecto muy revelador. Esto es olvidar que en democracia el pueblo es el único depositario de la soberanía; sobre todo cuando es conculcada.
El POPULISMO es un concepto político que permite hacer referencia a los movimientos que rechazan a los partidos políticos tradicionales y que se muestran, ya sea en la práctica efectiva o en los discursos, combativos frente a las clases dominantes.
El patrón de estos movimientos populistas que recorren Europa hoy es su defensa de LA SOBERANIA frente a Bruselas y la Troyka. Y aunque la época de las autarquías y el aislamiento ya han pasado y, además, son imposibles, no puedo más que coincidir con Alain de Benoist en esta reflexión:“Aunque considero que el soberanismo no lleva a ningún sitio, puesto que ningún Estado aislado está en condiciones de hacer frente a los actuales retos planetarios, empezando por el control del sistema financiero, comprendo muy bien las críticas que los soberanistas vierten contra la Unión Europea. Es más, las comparto, puesto que la soberanía que se quita a las naciones no se traslada a una escala supranacional, sino que desaparece por el contrario en un agujero negro. Es más que natural, en tales condiciones, que haya una tentación a replegarse sobre el Estado nación. Pero para mí la consigna no es: “Por Francia, contra Europa”, sino “Por Europa, contra Bruselas”.
Sólo desde esa perspectiva de otra Europa construida como una economía de grandes espacios y contra Estados Unidos y China es posible pensar la efectiva defensa de la soberania, la cultura y libertad de los europeos.
Esa es la politica del siglo XXI. Descalificarla es situarse del lado de los que gobiernan sin ser elegidos.