Cesáreo Marítimo
Por ahí va la cosa: el Tribunal Constitucional se ha puesto creativo. Le pareció que no podía quedar fuera de su tiempo, caracterizado por tantas ingenierías: la genética (con sus transgénicos p. ej.), la financiera (¡qué genios!), la social (jugando a mefistofelillos) y tantas otras. Así que se lanzó a la ingeniería constitucional y en su virtud ha decidido que dos y dos son cinco, o lo que es lo mismo que, en virtud de la letra y del espíritu de la Constitución española, la unión de dos personas del mismo sexo forma parte de la multimilenaria y multicultural institución del matrimonio a la que se refiere nuestra Constitución. Hay que suponer que en virtud de esta creativa sentencia, el gobierno tendrá que desarrollar una intensa política de concienciación empezando por la escuela, exigiendo sobre todo a las maestras de primaria que sean sumamente rigurosas en la implantación del léxico adaptado a la nueva situación: reprendiendo por tanto a los niños cada vez que digan “mi padre” o “mi madre”, en vez de decir “mi progenitor A” o “mi progenitor B”.
Evidentemente los tres poderes en comandita (el ejecutivo, el legislativo y el judicial), por junto y por separado, nos han tomado a los ciudadanos por débiles mentales. Desde el famosísimo “OTAN de entrada no, y de salida tampoco”, vendido tan masivamente, los políticos de todos los colores quedaron deslumbrados al descubrir precisamente eso: que los ciudadanos ejercen de tales no por la razón, sino por otros mecanismos. Descubrieron gozosos que al no funcionarles ni tan siquiera el elemental principio lógico de no contradicción, les pueden hacer comulgar con todas las ruedas de molino que se les antojen. Y a partir de ahí se dedicaron a sus faraónicas obras de ingeniería social, la más eximia de las cuales es la cosa ésa de género, de la que forma parte la distorsión del concepto y de la institución del matrimonio. Es la moda tan creativa de cambiarles las cosas a los nombres.
Lo más probable es que la mayoría de los magistrados del alto tribunal ignoren que una civilización es algo sumamente complicado, imposible de construir ni en cuatro ni en cuarenta años: requiere instituciones que la hagan sustentable. Y si no da con ellas, se derrumba. Y puesto que toda civilización empieza a construirse por los cimientos, no se le ha ocurrido a ninguna crear una institución para practicar el sexo. Para eso existe ya un impulso biológico que se sostiene solo, sin que nadie salga en su ayuda. Por eso no se conocen instituciones que se dediquen a sostener la práctica del sexo (a no ser que, puestos a asignar nombres, quieran llamar “institución” a la prostitución, las orgías, la violación, y las múltiples variantes de práctica sexual).
Sí existe en cambio en todas las grandes civilizaciones que han sobrevivido al paso de los milenios, una institución denominada matrimonio , cuya finalidad queda expresada en el propio nombre: “ oficio de madre ”, cuyo término correlativo, ¡vaya casualidad!, es patrimonio , que significa “ oficio de padre ”.
¿Y por qué a todas las civilizaciones que han sobrevivido se les ha ocurrido ir a parar a un mismo patrón? La pregunta está mal formulada. No es que a ninguna civilización se le ocurrieran otros modelos y otras líneas de solución. Claro que sí, pero sobrevivieron únicamente las que eligieron el patrón del matrimonio con un “oficio de madre” y un “oficio de padre”. Las demás, variadísimas, desaparecieron del mapa porque sus modelos resultaron no ser sustentables: y no hubo manera de que se sustentase la sociedad sobre ellos.
Es que todas las civilizaciones se han tenido que enfrentar, más que al problema de la pervivencia (que de él se ocupa la biología si la civilización no le pone trabas) al de su edad global, que es tanto como plantear el problema de la sustentabilidad de todo el colectivo . Y esa edad global equilibrada, sólo se consigue mediante el relevo constante de cada rango de edad: un relevo que, obviamente, empieza en el nacimiento de nuevos miembros de la sociedad. Porque si no van avanzando imparables los sucesivos relevos, la sociedad envejece, se debilita por tanto, y antes de su muerte vegetativa es desplazada por otra sociedad más joven y fuerte. Y resulta que en ese camino de envejecimiento y de debilitamiento global nos hemos metido.
El caso es que las grandes civilizaciones han aprendido a lo largo de bastantes milenios de ensayo y error, que la familia asentada en el matrimonio es la única forma eficaz y duradera de garantizar este relevo generacional , asumiendo la costosa y dilatada carga de socialización de los nuevos miembros hasta su incorporación activa a la sociedad.
Estas civilizaciones no inventaron la institución del matrimonio pensando en resolverles el desahogo sexual a las parejas, que para ese viaje no hacían falta tan ricas alforjas; en lo único que pensaron fue en crear una institución lo más sólida posible para acoger y formar a los hijos. Y la llamaron matrimonio porque le aseguraban una madre al hijo; pero no a la manera de los animales, sólo para durante la crianza, sino para el largo período de formación hasta que se incorporase a la sociedad como individuo autónomo. Para hacerlo posible, vincularon a la institución el patrimonio, que probablemente no por casualidad significa “oficio de padre”.
Otra cosa es que al estar empeñada la sociedad en el bienestar y en la mejor formación de los hijos, tuviera la enorme preocupación de que éstos no nacieran fuera de la familia construida con el matrimonio. Y precisamente para evitar que nacieran hijos únicamente a cargo de la madre, con la enorme merma de posibilidades que conlleva esta situación, limitaron la actividad sexual al matrimonio. Insisto, para evitar que nacieran hijos fuera del matrimonio, sin familia por tanto y en tremenda inferioridad de condiciones .
Si todas las civilizaciones que aún sobreviven se propusieron como objetivo ineludible para la supervivencia de toda la colectividad, que institucionalmente los hijos nacieran dentro de una familia, el único camino para alcanzar ese objetivo era limitar la actividad sexual lícita al matrimonio. Otra cosa era arriesgarse a multiplicar los hijos marginales, que los hubo en todas las civilizaciones, y que en todas ellas fueron carne de esclavos.
Una pésima lectura de esta ilación entre actividad sexual y procreación, ha llevado a los de pensamiento más superficial (de sesudísima apariencia y rimbombante título algunos de ellos) a deducir que el matrimonio se había instituido para el disfrute sexual de la pareja que lo contraía. Y no, insitucionalmente no era así . Ésa no era la causa, sino el efecto; no la premisa, sino la consecuencia. Por eso son muchos los que se han llamado a engaño, incluidos la mayoría de los miembros (¡y miembras!, que diría nuestra eximia ministra) del Tribunal Constitucional y han confundido la crianza de los hijos, que fue el único motivo que dio lugar a la institución del matrimonio, con el disfrute del sexo, que biológicamente va unido a la reproducción. Es que como sin sexo no podía haber hijos, estas sociedades establecieron que sin hijos (sin la institución cuyo fin son los hijos) no pudiera haber sexo. El sexo quedó socialmente al servicio del matrimonio -esencialmente reproductivo – igual que lo está en la naturaleza al servicio de la reproducción.
De ahí que ninguna civilización nos muestre que el matrimonio, despojado a radice de su capacidad reproductiva, se haya puesto al servicio del sexo. Ninguna salvo la nuestra, en la que este fenómeno no pasará de ser una anécdota que acompaña a su decadencia y ruina. Es que, claro, estamos obsesionados por la sociedad del bienestar; ahí tenemos a todas las instituciones de este maravilloso estado del bienestar empeñadas en librarnos de la familia, del matrimonio (¡claro que sí, librarnos del matrimonio!), de la fidelidad, de la responsabilidad, del compromiso, del esfuerzo, de los hijos (aborto a la carta), pero ofreciéndonos sexo a tope. Sin restricciones de ningún tipo y promocionando cualquier género de sexo; porque es evidente que el sexo totalmente desvinculado de cualquier responsabilidad es un factor de bienestar, mientras que los hijos han venido a ser parte importante de un estado del malestar: por eso el sexo con hijos se considera en principio una calamidad de la que han de liberar a la mujer todas las instituciones.
El caso es que desde la pura perspectiva antropológica suena estrambótico, estrafalario, esperpéntico y kafkiano, llamar matrimonio a una pura cuestión de sexo, que por sí misma no es ni capaz ni idónea para desembocar en el “oficio de madre” intrínseco a esa institución . Más todavía cuando en su conjunto la sociedad en que esto se discute, ha puesto en peligro su subsistencia descuidando, devaluando y en algunos momentos acosando la auténtica “función de madre” (me refiero a lo difícil que han puesto el ser madre la ley del aborto y la tupida trama de instituciones a su servicio).
Y mientras arde Roma, los inefables magistrados del Tribunal Constitucional, después de deliberar durante 7 años si serán galgos o serán podencos, han emitido sentencia: son podencos. Roma se va al garete, y esos divos tocando la lira en medio del incendio.
Han sentenciado que qué mas da si los carniceros, en virtud del principio de igualdad y de no discriminación, reivindican la denominación de cirujanos y los derechos sociales inherentes a ese título, por ser el de carniceros vejatorio y carnicerófobo. Que al fin y al cabo una sociedad moderna no puede ser tan cicatera en meras cuestiones nominales.
Transcribo, finalmente, la opinión de monseñor Reig Pla sobre esta sentencia del TC: « Es un mal servicio para la sociedad española» puesto que no ha tenido en cuenta «los presupuestos antropológicos que están en la base de lo que es el matrimonio». También la Conferencia Episcopal Española ha manifestado su desacuerdo contra esta sentencia.