Conservadurismo y Liberalismo

 

Red Floridablanca

febrero 2019

Ricardo Calleja

Un reciente artículo de Miguel Ángel Quintana Paz sobre el “liberalismo humilde” recuerda la verdad contraintuitiva de la política: “hay que andar precavidos ante quien aspira al poder exhibiendo ante todo su integridad ética, sus deseos justicieros, su bondad“. Quintana Paz ofrece experiencias y “evidencias” empíricas que fundamentan ese sano escepticismo político, en el que pueden converger liberalismo y conservadurismo. La política es mucho más eficaz, y menos peligrosa, cuando se dedica a resolver problemillas, sin pretender generar un estado ideal o utópico. Pero ¿significa eso que debemos renunciar a concebir un orden de las cosas humanas?

Me gustaría completar el mapa de las relaciones entre liberalismo y conservadurismo, para introducir la subespecie del conservadurismo metafísico. Debo empezar por aclarar que las etiquetas muchas veces son contraproducentes, cuando uno quiere aclararse. Y que una etiqueta que requiere de adjetivos ya apunta a la polisemia irreductible de los dos términos en liza: liberalismo y conservadurismo. Mis matices y calificativos tienen por finalidad no reproducir con exactitud genealogías intelectuales, sino permitir un cierto rigor en nuestro lenguaje político, distinguiendo lo que es suficientemente distinto.

Tres sentidos del liberalismo

Hablamos de liberalismo en tres sentidos principales. El primero es filosófico: el liberalismo como ideología. Un liberalismo metafísico, con una concepción comprensiva del bien humano, como distinto de un liberalismo meramente político. Esta ideología ha sido descrita con acierto como la afirmación de la autonomía individual como el bien último de la existencia que debemos maximizar; la fundamentación de todo dominio de unos sobre otros en el consentimiento –libre e informado-; la fe en que los procesos de coordinación no centralizados son guiados por una mano invisible que lleva al mejor resultado global, cuando cada uno sigue su propio interés –en el mercado, en el mercado de las ideas, en la confrontación política parlamentaria-; y por tanto la necesidad de superar las formas sociales y autoridades del orden tradicional.

Este liberalismo metafísico o filosófico puede dividirse en dos grandes grupos: el progresista y el libertario. Para el primero la intervención del Estado es necesaria para derribar los muros sociales e implantar el orden liberal. Para el segundo, basta dejar libres las fuerzas de la libertad en el mercado para lograr ese objetivo. Ninguno de estos dos liberalismos es un liberalismo humilde, tal como lo caracteriza Quintana Paz. De hecho, se puede observar que todo sistema ideológico coherente no es en realidad liberal.

Pero esto es porque hablamos de liberalismo en un segundo sentido, ya mencionado: el liberalismo político, o mejor aún, el liberalismo como adjetivo para las instituciones de la libertad. Aquí también encontramos dos grandes vertientes: la anglosajona, que presenta la emergencia de estas instituciones como un continuumhistórico, espontáneo y orgánico. Y la francesa, que representa a la libertad con los pechos al aire, empuñando la bayoneta revolucionaria que derriba las barricadas del antiguo régimen. Esta segunda fuente de liberalismo político tiene un defecto de nacimiento: hay una utopía y una intervención diseñada en laboratorio burgués y ejecutada por la fuerza de las armas y de la legislación estatal. De hecho, su lenguaje se mezcla ya desde el principio con el principio democrático de la nación y la volonté génerále. A caballo vemos el “experimento americano” de los founding fathers, que nace como defensa de los derechos históricos de los ingleses de las colonias, pero apela pronto a los principios universales de la razón, y funda así un pueblo (we, the People). Las instituciones liberales tienen por tanto siempre una doble interpretación liberal: la revolucionaria y la reformista, dando origen también a dos grandes corrientes internas: el progresismo y el conservadurismo liberales.

Por último, liberal es también una actitud, que podemos identificar con la gentileza del gentleman que John Henry Newman –que había descrito su filosofía como una oposición al liberalismo filosófico y teológico- define como la actitud de quien “no quiere infligir sufrimiento nunca”, y “procura que todos se encuentren a gusto y en casa”. Esta actitud no está exenta de implicaciones políticas, pues es muy consciente del daño que puede causar la conflictividad social, y prefiere favorecer la cordial convivencia y la política de acuerdos. Tiene como virtudes la tolerancia y el respeto, y como señales positivas el pluralismo y la apertura.

Conservadurismo, pensamiento reaccionario y tradición clásica

El conservadurismo, lo han explicado muchos -por ejemplo, Roger Scruton-, es una versión del liberalismo político, una plasmación política de la actitud liberal, un modo de entender y de vivir las instituciones de la libertad.

Esta primera delimitación es importante para distinguirla de las ideas reaccionarias o contrarrevolucionarias, que son uno de los falsos amigos del conservadurismo. Contagiados del romanticismo de la época, los pensadores reaccionarios pintan un antiguo régimen en tonos idealizados, y proponen un régimen ideal en continuidad con las monarquías medievales. Paradójicamente, en el seno del romanticismo historicista, conviven de modo confuso las semillas nostálgicas de este comunitarismo reaccionario y la simiente emotivista del individualismo expresivo, forma última de la ideología liberal.

En todo caso, se produce una cesura con la historia de la filosofía política clásica de la antigüedad y de los grandes de la tradición cristiana –San Agustín, Santo Tomás de Aquino, la escuela de Salamanca- que podemos etiquetar como tradición del derecho natural. Aquí se encuentran ideas metafísicas universales (el bien común, la justicia y la prudencia como virtudes), principios morales inmutables (no matarás…), que fueron también sin duda inspiración última del liberalismo filosófico y de la idea de los derechos. Nuestro bisturí debe deslindar los derechos naturales del racionalismo del orden natural creado de la gran tradición clásica, pero aquí no podemos desarrollar esta distinción: basta con levantar acta.

El conservadurismo comunitarista y reaccionario adoptó a comienzos del siglo XX un nuevo aspecto: el autoritarismo nacionalista de la “revolución conservadora”, que no supo mantenerse al margen del totalitarismo nazi y fascista, como en el caso de Carl Schmitt. Quien sí supo discernir la verdadera naturaleza de estos regímenes fue la tradición clásica neotomista de la doctrina social de la iglesia católica (junto a algunos pensadores protestantes), que en esos años comenzó su reformulación en términos personalistas en el ámbito francés y germánico, y encontró eco en los grandes conversos anglosajones en la estela de Newman (con Chesterton a la cabeza).

Conservadurismo escéptico

El conservadurismo aporta a las instituciones liberales una interpretación alternativa al progresismo, con una defensa del orden social frente a la intervención de la legislación estatal. La libertad es el fruto delicado de un orden de arquitectura compleja. Este orden se mantiene allí donde las relaciones humanas pre-políticas se mantienen exentas de la lógica individualista y consensual de las instituciones políticas liberales. Esto es posible gracias a una visión orgánica, evolucionista de la sociedad, y a una concepción escéptica de las posibilidades de la política. O –si se quiere- humilde. Una cultura política conservadora evita los utopismos, los intervencionismos y redefiniciones legales de las instituciones sociales sobre la base del consentimiento individual. Por eso podemos llamar a esta versión, conservadurismo escéptico o evolucionista.

Este gran muro separador entre Estado y sociedad tiene como gran institución la propiedad privada (y, por lo tanto, las relaciones económicas en el mercado). Pero esta misma puede entenderse –así lo hacía la tradición aristotélica- como función de un orden de familias y comunidades, o como derecho absoluto del individuo, en clave libertaria. Así pues, el conservadurismo tiene siempre una relación ambigua con la economía de mercado, y no puede identificarse con el liberalismo económico radical, aunque simpatice en el empeño por evitar el estatalismo socialista.

Este conservadurismo evolutivo entronca con la gran tradición jurídica del rule of law, y enfatiza la necesidad de delimitar externamente (respeto al orden social y a la propiedad y derechos individuales) y fragmentar internamente el poder del Estado (estado de derecho, separación de poderes). Solo de modo paulatino este conservadurismo se ha hecho democrático, deliberativo o republicano.

Ser conservador cuando ya no queda nada que conservar

La evolución del orden liberal durante el siglo XX ha estado marcada en buena medida por el liberalismo progresista, es decir, por la transformación de la sociedad a imagen de la ideología liberal. Y la sociedad se ha hecho más “liberal” –menos conservadora del orden espontáneo- mediante la ingeniería legislativa aplicada desde el Estado.

Es la nuestra una sociedad de individuos cada vez más aislados, cuyas reglas de juego están presididas por la maximización de la expresión de las preferencias individuales. Pero esto –advierte el conservadurismo- paradójicamente no hace a los hombres más libres, sino que extenúa precisamente las condiciones de la libertad, y reclama una creciente intervención técnica para preservar el orden. Al final la identidad del individuo desarraigado queda definida por su pertenencia a colectivos resentidos y/o alternativos, que satisfacen su necesidad de orientación y compromiso moral.

A pesar de algunos contraataques nada desdeñables en los ochenta y los noventa, a la larga ha fracasado el maridaje liberal-conservador a la Thatcher, Reagan o Aznar, con su alianza de liberales económicos, conservadores sociales y un relativo orgullo nacional. El progresismo ha tolerado el conservadurismo como alternativa política en la medida en que ralentizaba el ritmo del progreso, o ponía en orden las cuentas, para hacer posible la siguiente gran fase de expansión de derechos individuales mediante el gasto público. Lo que el progresismo nunca ha tolerado –y hoy lo vemos cada vez más claro- es un conservadurismo que defina de modo distinto el sentido de ese mismo progreso (la dirección de la historia), o que quiera deshacer los “logros” de la emancipación moral, la así llamada “ampliación de derechos”. Este rechazo a todo conservadurismo alternativo es lo que suele denominarse como complejo de superioridad moral de la izquierda. Perfectamente interiorizado por la derecha.

De ahí la pregunta: ¿Cómo se es conservador cuando ya no queda nada que conservar? Hay diversos modos. El primero –que no es un conservadurismo genuino- es el preservadurismo. Es decir, la estrategia política centrada en la preservación del sistema político-social y económico –que es más bien liberal progresista, sin ninguna visión alternativa del orden social. El preservadurismo no pone en cuestión la agenda del progresismo, pero apuntala el sistema frente a la crisis populista con una estrategia inmovilista. En España ya ha fracasado. Y en Alemania está a punto de hacerlo.

El problema es que el conservadurismo escéptico (no digamos el mero preservadurismo) tiene poco que decir, cuando lo que llamaba órdenes sociales espontáneos (el matrimonio, la familia, la escuela, la universidad, la religión, la comunidad local) han sido ya sistemáticamente rediseñados. Su misión en los últimos decenios ha sido –sí- ralentizar el progreso. Pero de ese modo, a la postre, ha canonizado los avances de la agenda social progresista. La moderación y el escepticismo evolutivo –tan sabios- resultan incluso auto-limitadores a la hora de ofrecer una alternativa cultural y social.

El conservadurismo metafísico

Este panorama está haciendo renacer fenómenos que se pensaban superados por la sociedad liberal. Primero el conservadurismo reaccionario que desprecia el incrementalismo y el agnosticismo metafísico típicamente conservadores. De momento en occidente es un fenómeno marginal de ambientes intelectuales tradicionalistas, pero en países del Este de Europa o en Rusia parece la ideología dominante. En segundo lugar, y a veces redundante con el anterior, está el conservadurismo autoritario y nacionalista, que se asocia con el fenómeno del populismo y la crítica a las élites del sistema (que son progresistas en su filosofía). Este sí está haciendo fortuna. Desde hace poco también en España.

Pero la crisis del orden liberal también está haciendo renacer un nuevo tipo de conservadurismo: el conservadurismo que llamaré metafísico. Este opone a la filosofía liberal una visión integral de la persona humana y del bien común social, basada en la tradición del derecho natural y el humanismo cristiano. Por eso viene expresada con frecuencia en términos personalistas y/o neoaristotélicos.

No es reaccionario, porque no propone un retorno nostálgico a formas del pasado, aunque sí bebe de ideas y referencias antiguas. No es autoritario ni populista, porque rechaza el empobrecimiento de la deliberación pública que presuponen y causan esos fenómenos, y rechaza la corrupción moral de la arbitrariedad. Pero tampoco comparte la ingenua fe liberal en los procesos y en la razón pública como fuente infalible de decisiones racionales. Sabe que el orden solo subsiste allí donde se respeta lo sagrado. A la vez que ve en la persona la imagen por excelencia de lo sagrado (imago Dei).

Comparte, con el liberalismo humilde y el conservadurismo escéptico, una sana prevención frente a la política racionalista que diseña futuros mejores. Y es capaz –el conservadurismo metafísico- de ofrecer una fundamentación razonable para las instituciones de libertad, alternativa a la metafísica individualista del liberalismo. Las convicciones metafísicas suscitan un temperamento abierto y liberal. Su noción del bien común no es incompatible con el pluralismo y con el dinamismo social, ni con la importancia del Derecho, los procedimientos y la participación. La metafísica conservadora es una filosofía mínima, abierta a ilimitadas concreciones prácticas: no es un diseño exhaustivo de laboratorio o de sacristía. Además, sabe que el bien común no es monopolio del poder político. Por eso privilegia las formas pre-políticas de sociabilidad donde se cultivan los bienes comunes. Quizá por eso suele manifestarse como movimiento cultural en la sociedad civil, antes que como movimiento político partidista. Recuerda los límites absolutos que todo poder –político, económico, tecnológico- debe respetar para defender la dignidad humana. Más aún, la metafísica conservadora sabe –como también señala Quintana Paz- que en la realidad práctica es más fácil ponerse de acuerdo sobre los males comunes que debemos combatir.

En una palabra, el conservadurismo metafísico se propone conservar lo humano. Y para eso necesita cultivar lo humano y sus condiciones de posibilidad, frente a la utopía post-humana de la tecnología al servicio de los “experimentos vitales” de Mill. Lo humano aún no ha desaparecido, y todavía florece allí donde se cultiva.

Lo que no tiene el conservadurismo metafísico –siento decirlo, al menos de momento- es una agenda política. De hecho, el conservador metafísico se encuentra hoy en una encrucijada entre la restauración del orden social y político, y la defensa de las instituciones liberales. En teoría no hay entre las dos, oposición, sino mutua dependencia. Pero, ¿por dónde hay que empezar? ¿qué es hoy lo prioritario? Por otro lado, los únicos que parecen ser capaces de redefinir el sentido de la historia o de dar la vuelta a la ideología liberal progresista –al menos a corto plazo- son los que sacrifican las instituciones de la libertad a la re-creación del orden y enarbolan para ello un estilo bronco y populista.

Pero la moral de fundamento metafísico siempre negó que el fin justificara los medios. Entendió la política no solo como instrumento al servicio de unos resultados, sino como un modo de convivencia superior, entre ciudadanos libres, iguales y abiertos a la razón; posible solo dentro de comunidades patrióticas razonablemente cohesionadas, y por eso razonablemente plurales.