Iñaki Iriarte López
Hace unos pocos días la OTAN ha advertido de que no está dispuesta a admitir la secesión de la República Autónoma de Crimea de Ucrania y que el resultado del referéndum de anexión a Rusia celebrado por aquélla no será reconocido por ninguno de sus miembros (adelantándose, por cierto, a la “libre decisión” de los parlamentos nacionales).
Es fácil imaginar la réplica desde el lado ruso. A partir de 1991 las repúblicas federadas de Yugoslavia, un Estado soberano y reconocido internacionalmente, fueron desgajándose con el apoyo de la OTAN. Esta llegó a intervenir militarmente en dos ocasiones para favorecer a quienes promovían la fractura del país, la primera vez en 1995-96 y la segunda en 1999. Ambas operaciones se llevaron a cabo con el argumento de que era necesario detener las violaciones de los derechos humanos que los serbios estaban llevando a cabo, desentendiéndose de los abusos cometidos por el otro bando. En la práctica, los bombardeos causaron miles de muertos entre la población civil y contribuyeron decisivamente a la desintegración de Yugoslavia. En uno de los casos, además, el ente escindido ni siquiera tenía la categoría de “república federada”, sino que se trataba de una mera provincia autónoma.
Pues bien, ¿por qué la integridad territorial de Yugoslavia no importó entonces nada y, en cambio, debería hacerlo ahora la de Ucrania? Si una provincia como Kosovo tuvo el derecho a constituirse en Estado soberano, no se entiende por qué motivo la recién independizada Crimea no puede pedir la anexión a Rusia en uso de su propia soberanía. Es más, tampoco se entiende por qué una ciudad como Jarkov e incluso un barrio o una aldea de la provincia de Poltava no podrían reclamar su derecho a determinar libremente su futuro. Replicar que dicho derecho sólo se posee cuando se cuenta con una amplia mayoría étnica sobre un territorio del tamaño de una provincia me parece, sencillamente, una invitación a practicar la limpieza étnica.
Desde que en 1918 el presidente de los Estados Unidos Woodrow Wilson lo incluyera entre sus famosos “Catorce Puntos” como base para negociar el fin de la Primera Guerra Mundial, “el derecho a la autodeterminación de los pueblos” ha servido como coartada para ganancias geoestratégicas y mutilaciones territoriales. Detrás de esa solemne apelación al derecho a decidir se esconde la elevación del nacionalismo a la categoría de principio moral y político universal.
Cabría preguntarse: “¿Pero es que la decisión libre de un pueblo no es la esencia de la democracia?” No. Decidir, ciertamente, es algo importante en democracia. Pero a la gente no se le ha dicho que no toda decisión es democrática, por muy mayoritaria que sea. Si el 95% del censo opta por gasear al 5% restante –por ser judía, gitana, rusa, etc.-, esa medida no será conforme a una lógica democrática. Tampoco si decide robarle, disminuir sus derechos o expulsarlo de la comunidad política. Las decisiones, por lo tanto, no pueden atentar contra principios fundamentales, como el derecho a la vida o la igualdad ante la ley. Y si así sucede, nadie puede rasgarse las vestiduras por el hecho de que los perjudicados rechacen la opinión predominante y se rebelen. Sería ridículo acusarles por ello de “antidemocráticos”. ¿Qué deberían hacer, en efecto? ¿Consentir de buen grado su marginación por pertenecer a otro pueblo?
La crisis de Ucrania nos muestra el peligroso absurdo de aplicar el principio de autodeterminación a casos que no tienen nada que ver con procesos de descolonización -en los que, ciertamente, puede jugar un papel muy positivo-. Algunas fuentes hablan de la existencia de más de 6.000 lenguas en el mundo. Si por lo menos hay igual número de grupos étnicos, es fácil de entender que el ejercicio de ese supuesto derecho a decidir por solamente un 10% de ellos nos llevaría al caos. Por eso, en lugar de invocar la libertad de separarse, sería mucho más conveniente que se apelara al derecho a no ser discriminado por razones étnicas, religiosas, culturales o de cualquier tipo. En otras palabras, el derecho a la igualdad.