Resistir al nuevo totalitarismo

POSMODERNIA

Eduardo Arroyo, 24 marzo 2017

Una de las palabras más extendidas en la jerga periodística es totalitarismo . La acepción es claramente peyorativa y denigratoria; de ahí que nadie desee incurrir en totalitarismo. La carga negativa del término procede del final de la Segunda Guerra Mundial y, en España, de algo más tarde. El caso es que hoy se acusa a los terroristas de ETA de totalitarios y también a los gobiernos nacionalistas que, en mayor o menor grado, los ampararon. A su vez, los terroristas llamaban fascistas –es decir, totalitarios en grado sumo- a los titulares del gobierno central y a sus instituciones. Como sucede en nuestra mediática era con cada vez más palabras sacralizadas, casi nadie sabe de qué se está hablando y tampoco ha meditado acerca de la palabra que nos ocupa, aunque, sí, todos coinciden en el contenido negativo del término totalitarismo. Quedan por tanto al margen del presente texto otros significados enterrados hoy por el paso del tiempo y por los acontecimientos. No se pretende aquí recapitular una filogenia semántica.

En términos antropológicos y filosóficos, propuestos por el lingüista Keneth Pike y generalizados a la antropología por el materialista cultural Marvin Harris, podríamos decir que, en el presente, el totalitarismo tiene que ser analizado forzosamente etic (desde fuera) y nunca emic (desde dentro; es decir, asumiéndolo y aceptándolo).

A modo de punto de partida, y desde la perspectiva etic más rigurosa, decía Julián Marías que lo característico del totalitario es que para él todo resulta relevante. Es decir, para el totalitario no hay límites en la acción de poder. Por ejemplo, la confiscación esta prohibida por ley en España pero, con solo dejar el 5% de los ingresos que percibiera la clase trabajadora, no estaríamos hablando de confiscación. Ahora bien, ¿sería aceptable grabar con impuestos a la gente hasta volver su vida totalmente insoportable? La respuesta es no. Existe un límite. El citado Marías ponía este ejemplo en una célebre tercera del diario ABC titulada «Totalitarismo “legal”» (19.6.1987). Aducía además otros ejemplos: el Ministerio de Cultura podría obtener una cuantiosa suma si vendiera el Museo del Prado para equilibrar el deficitario presupuesto nacional, algo del todo inasumible. La conclusión es que la acción de gobierno encuentra sus límites en la realidad del país. Marías no definía exactamente lo que entendía por realidad pero es fácil deducir que la realidad del país es lo que le es constitutivo. En un sentido amplio, del mismo modo que hay elementos constitutivos de los ecosistemas, sin los cuales estos dejan de ser lo que son, entendemos por realidad de un país el patrimonio territorial, cultural, histórico, etc, que constituye un determinado pueblo. Esta realidad abarca incluso su patrimonio espiritual, gestado a lo largo de los siglos y que, de por sí, constituye un tesoro inapreciable de experiencia del que, en palabras también de Julián Marías, todos podemos tomar posesión.

El poder así limitado deriva de una concepción organicista de las comunidades humanas: al igual que organismos vivos, las sociedades –perdone el lector el simplismo de equiparar sociedad y comunidad– son gestadas en el seno de la historia y en su devenir. Para un cristiano la historia es la Providencia divina en acción y debe de dar gracias de ser lo que es precisamente porque la mano de Dios le ha puesto donde está. Es precisamente en la Historia donde se origina ese patrimonio polivalente de las naciones.

Frente a este concepción se alza otra de corte constructivista y mecanicista de las sociedades humanas. Es necesario aclarar que esta concepción es solo un caso particular de algo que va mucho más allá y que pretende que el mundo mismo es eternamente modificable; las sociedades serían por tanto un elemento más del mismo mecano universal. Bajo su óptica no hay realidad ni de los pueblos ni de ninguna otra cosa porque las cosas son lo que nosotros queramos que sean. Es en este contexto en el que nace la ingeniería social que, dicho sea de paso, solo está al alcance de aquellos que tienen los medios para operar el cambio y, por lo tanto, cabe concluir que esta opción es forzosamente elitista e impuesta desde arriba, aunque para su escenificación recurra a menudo a revoluciones de apariencia popular.

Uno de los mecanismos por las que estas élites transforman sus designios en ley –y recaban por tanto para sí los mecanismos coercitivos del Estado- es el sofisma de que, si bien en la era democrática no hay legitimidad fuera de los procedimientos democráticos, resulta así mismo legítimo todo lo que se vota por los cauces de representación democrática. Esto pone al albur de la lucha partidista decisiones que afectan a la esfera más íntima de la vida. Desde este punto de vista, para las élites del poder el cambio social requiere ya solo pura mercadotécnia. Así, si en nuestra cultura la defensa de la vida –y la dignidad intrínseca de ésta- ha sido una piedra angular de cualquier opción de construcción social, el derecho al aborto exige una alquimia previa de las conciencias, capaz de transmutar en derecho el asesinato del no nacido. Otro ejemplo: para la normalización de nuevas formas de prostitución y de explotación de las mujeres, se hace imperativo regularizar la maternidad subrogada, en realidad una prostitución uterina complementaria de la tradicional prostitución vaginal, como denunciaba Lucien Cerise.

En otro orden de cosas, es esta visión mecanicista y constructivista de las sociedades la que ha cristalizado a su vez en una concepción patrimonial del país –como si fuera un inmueble- que ha hecho posible descuartizarlo. Si para ello es necesario reescribir su historia, es solo una cuestión de ganar el mayor número de adeptos mediante publicidad más o menos ingeniosa: la legitimidad democrática hará el resto.

Es muy pertinente recalcar aquí que estas invasiones progresivas de la realidad de un país y de las vidas de sus connacionales constituyen la prueba fehaciente del totalitarismo legal del que hablaba Marías. Lo que Marías no dijo es que esas élites que transforman la sociedad y para ello invaden la realidad del pueblo, se valen del Estado pero no son el Estado. A menudo ponen en marcha procesos sociales y políticos que merman al Estado mismo pese a que se sirven de él. Por ejemplo, la entrega de la soberanía del Estado a entidades transnacionales, la normalización social de conductas que conducen al invierno demográfico o a la desestructuración familiar –como por ejemplo, la ideología de género- son buenos ejemplos de estrategias de ingeniería social que se implementan desde el Estado pero que están abocadas a medio plazo a generar crisis que socaban el orden estatal y, por supuesto, a la nación misma.

Al revés de lo que creen los liberales (ellos, al fin y al cabo, son parte del problema), el nuevo totalitarismo no nace del Estado si no como mucho desde el Estado. Este es un error frecuente. Así, hoy se generaliza –desde la victoria electoral de Donald J. Trump en EEUU- el concepto de deep state, para referirse a los agentes de instituciones del propio Estado que operan, vigilantes, para que no cambie el presente estado de cosas, al margen total del supuesto control democrático. Esta definición olvida que hay entidades poderosas superpuestas al Estado desde las que se impulsa y se implementa la nueva sociedad auspiciada por las oscuras élites de nuestro tiempo.

¿Qué es lo que pretenden esas élites? Lo que se pretende es, ni más ni menos, que el fin de lo humano. Todos estos cambios, progresivos e inducidos por esa cábala semi-oculta de visionarios, están movidos por un profundo e intenso odio hacia el hombre y se operan en aras del pos-humanismo y del trans-humanismo. En realidad, no es ni siquiera como dicen los identitarios, la sustitución de una raza o de un pueblo por otro. Esto a lo sumo sería tan solo una fase. Se trata de aniquilar el orden del mundo a favor de una mezcolanza artificial en la que desaparezca cualquier diferencia. La cultura, ligada al pueblo, desaparecerá disuelta en la cultura de masas; lo étnico, disuelto en el melting-pot de un mestizaje global; la polaridad sexual en la distopía de la teoría de género, y así sucesivamente. Más allá de estos procesos, que actualmente operan a toda máquina en el seno de las sociedades modernas, la nueva moda de polución ideológica en nuestro tiempo apela a nuevos conceptos nebulosos pero muy operativos: el transespecismo –del que es consecuencia en parte la actual moda vegana- y el transhumanismo, que anhela mejorar al hombre fundiéndolo con la máquina. Ambos buscan borrar la diferencia, primero, entre hombres y animales y, después, entre hombres y máquinas. El citado Lucien Cerise afirmaba que había visto a un portavoz autorizado de la autodenominada deep ecology decir que “el ser humano es tan malo para la naturaleza que tal vez valdría más confiar la gestión de los recursos de la tierra a una inteligencia artificial”. Cerise añadía al respecto que este razonamiento que el susodicho portavoz reproduce ‘la voz de su amo’, la de la cibernética social de Wiener, que quería confiar la organización de las sociedades humanas a los ordenadores, o la del Club de Roma y sus programas de decrecimiento demográfico . Nosotros añadiríamos que esta concepción de las cosas, basada en que los referentes más elementales de los hombres pierden su vigencia, opta por una vía en la que cualquier idea de verdad carece de sentido. Esto mismo sucede con la racionalidad, de ahí que para transformar el mundo de este modo sea necesario un nuevo tipo de hombre que no se haga preguntas o se haga solo unas determinadas, que sea esclavo de las modas políticas o culturales y que esté completamente desconectado de su pasado en el que, al menos ahí, sí que habitaban hombres libres.

Por supuesto, cuando la verdad desaparece solo queda la mentira y, por consiguiente, todo este neo-mesianismo en el que la verdad queda excluida tiene que conducir necesariamente a unas formas de opresión no conocidas hasta la fecha. Cuando nadie tiene una referencia clara es sencillo dominar. Este, y no otro, es el sentido del totalitarismo de nuestro tiempo y por eso, para combatirlo, resulta corto de miras –a lo sumo, tácticamente operativo- reivindicar alternativas apelando tan solo a la libertad de expresión. La razón es que en este clima la verdad -y la conciencia de que el hombre puede conocerla- se vuelve irrenunciable.

Lo peor de todo es que este infierno en la Tierra se construye día a día, camuflado bajo la ya manida máscara de la libertad. Parece como si esta idea, inspiradora de tantos sueños, estuviera siempre llamada a apadrinar los peores crímenes de la historia. Desde luego no sería la primera vez y la orgía de sangre que abrió la Ilustración es un buen ejemplo. Por todo ello cada día que pasa se hace más imperioso combatir. Maria Poumier, en su documental, el fruto de nuestras entrañas lo ha expresado con toda claridad : al cristiano Dios no le pide la victoria si no el combate. Pero si no se cree esto al menos hay que resistir porque si no la corriente se llevará todo lo que nos permite pensar y ser en el mundo. Debemos resistir a toda costa.

La ventaja de nuestra situación es que cualquier hombre con anhelo de verdad, consciente de sus orígenes y, en definitiva, ligado a su patria puede ser un aliado contra el reino de la sombra.


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