‘Laogai’- el agujero negro del maoísmo

CHINA

Por Fernando Díaz Villanueva

El más extenso y poblado de los sistemas penitenciarios de la historia no fue el Gulag, aquel inmenso archipiélago de campos de concentración creado por la policía política soviética bajo el patrocinio de Stalin, sino el Laogai chino.

Por los campos del Gulag pasaron unos 14 millones de personas, la mayoría durante la última década del estalinismo; de ellas un millón y medio murieron en cautiverio o a causa de él. Para cuando el Gulag entró en crisis terminal, a principios de los años sesenta, el suyo se antojaba un récord difícil de superar. Pero no, justo en ese momento la China de Mao, que andaba de estreno revolucionario, tomó el relevó y fulminó todos los registros criminales de los camaradas soviéticos. En los campos de la China Popular, bautizados por el régimen como laogai –que en chino significa «reeducación mediante el trabajo»–, el número de reclusos se multiplicó por cuatro, hasta superar los 50 millones. Casi la mitad, unos 25 millones, perecieron en ellos víctima del hambre, las enfermedades, el trabajo agotador, las condiciones infrahumanas de vida y las ejecuciones.

A lo largo del medio siglo de historia del Laogai se abrieron más de mil campos de trabajo y varios centenares de centros de detención, que operaban como antesala de los campos principales. Estaban repartidos por todo el país, aunque los jerarcas siempre tuvieron predilección por regiones remotas y desérticas como el Tíbet, Manchuria o Qinghai, una enorme y deshabitada región equivalente en superficie a dos veces Italia que terminó conociéndose como «la provincia penitenciaria».

A diferencia de los campos soviéticos, los laogai no se concibieron como centros de mero castigo, que también, sino como lugares de internamiento para la rehabilitación ideológica a través del trabajo. Mao sabía que, tras las experiencias nazi y soviética, la palabra campo tenía muy mala prensa en el resto del mundo. Eso, y las peculiaridades de la cultura local, le llevó a crear un sofisticado sistema penitenciario en el que no había condenados, ni siquiera detenidos, sino ciudadanos cuyas convicciones revolucionarias flojeaban y a los que había que reformar y reeducar para beneficio de toda la sociedad.

Al campo se iba por cualquier cosa: denuncias anónimas, purgas dentro del partido, pequeños robos…; la cuestión no era ser o no culpable, sino tener la mala suerte de caer arrestado. La lógica del maoísmo era implacable. En el momento en que alguien era detenido pasaba automáticamente a ser culpable, y no al revés. No tenía la menor posibilidad de demostrar su inocencia. La maquinaria del Estado, que en el caso chino superaba con creces la inmarcesible frialdad de la apisonadora soviética, aplastaba cualquier atisbo de garantía jurídica.

Los detenidos estaban obligados a inculparse y a redactar su propio acta de acusación. Todos lo hacían. La policía disponía de todo el tiempo del mundo y de variados instrumentos disuasorios, como la privación del sueño, inacabables interrogatorios o el encierro en tenebrosas celdas de castigo, donde se ablandaba al reo mediante hambre y sed. Tras la autoinculpación llegaba el traslado al campo, donde el culpable habría de permanecer por un tiempo indefinido, hasta que fuese totalmente reeducado y se le pudiese reintroducir en la feliz China socialista.

Existían campos de tres tipos. Los jiuye eran campos especiales de trabajadores semiesclavos, generalmente víctimas de deportaciones, que cobraban un pequeño sueldo, con el que pagaban luego su comida y su alojamiento. Por encima de ellos estaban los laojiao, campos de reeducación temporales a los que iban a parar los infractores de normas administrativas. El último y más numeroso escalón penitenciario eran los laogai, campos de trabajo en toda regla inspirados en los del Gulag soviético. Con algunas excepciones, ninguno de los campos era oficialmente un campo. El régimen se encargaba de ocultar el crimen tras denominaciones comerciales. Así, era muy usual que los campos fuesen fábricas o granjas estatales que, desde fuera, parecían eso mismo. De este modo Mao presumía en el extranjero de no tener apenas presos políticos, sino «estudiantes» y «trabajadores» que profundizaban en el conocimiento teórico del socialismo.

La columna vertebral del sistema eran los laogai, en los que los carceleros comunistas pusieron todo su esmero. Aspiraban a construir un modelo perfecto de prisión mediante la anulación del individuo. El preso estaba allí para trabajar todas las horas que fuesen posibles, al tiempo que recibía un intenso lavado de cerebro por parte de una categoría especial de guardianes que cuidaba de la ortodoxia ideológica. Los reclusos estudiaban hasta memorizar las obras del Gran Timonel y tenían que escuchar diariamente el comentario de las noticias que salían en el Diario del Pueblo, órgano oficial del Partido.

Mao fijó «cuatro principios de base», que debían ser de curso obligatorio en todos los centros: el marxismo-leninismo, la fe en el maoísmo, la fe en el Partido y la dictadura democrática del pueblo. Estos principios constituían las «ideas justas» que llevarían al «criminal» por la «buena dirección». No se podía hablar de otra cosa. Temas de conversación como la familia, la comida, el deporte o el sexo estaban terminantemente prohibidos. Si alguien era sorprendido hablando de algo que no fuese política revolucionaria era castigado severamente. Y, lo más curioso de todo, sólo en esas circunstancias estaba permitido el castigo. En los laogai los guardias no podían torturar, agredir o insultar a los presos.

Para llegar a recrear un mundo tan orwelliano, los directores de los campos utilizaban todo tipo de técnicas aparentemente no violentas. Lo primero era obligar a caminar a todo el mundo con la cabeza gacha, mirándose los pies, a todas horas del día, hiciesen lo que hiciesen. Luego venía la anulación propiamente dicha. Los barracones estaban atestados y los reclusos no dormían sobre camas individuales, sino sobre tablones en el suelo, uno junto al otro, sin espacio propio ni efectos personales. Las letrinas se situaban lejos de los barracones, que mantenían la luz encendida durante toda la noche, mientras un capo vigilaba para que nadie cuchichease a escondidas.

Con todo, el mejor modo de lograr la completa sumisión era la alimentación. En los laogai el hambre y las enfermedades que de él se derivan eran la primera causa de muerte. Sólo había dos comidas diarias, extremadamente escasas. No se distribuía arroz ni carne, los presos tenían que conformarse con ínfimas raciones de caldo de maíz y verdura hervida. El centro de la vida del preso era ese caldo, que recibía sólo si la sumisión era absoluta. Un conjunto de incentivos y desincentivos muy poderoso hacía el resto.

Los presos desconfiaban los unos de los otros. Si uno denunciaba a un compañero de barracón por falta de entusiasmo durante las sesiones teóricas, tenía muchas probabilidades de obtener una ración extra de caldo o, directamente, el caldo del denunciado, que habría de purgar su pena en celdas espantosas. Los calabozos eran un pasaporte directo al otro barrio. Eran cubículos mínimos, auténticos nichos verticales donde el condenado apenas podía tumbarse y permanecía esposado con las manos a la espalda, haciéndose sus necesidades encima y comiendo como un animal agachado en el suelo. Una condena en el calabozo que superase los seis o siete días significaba la muerte, una muerte a cámara lenta en un campo en el que estaba prohibida la tortura y que, de puertas afuera, no existía más que como una granja especial. El colmo del sinsentido.
La alienación alcanzaba niveles tan angustiosos, que los laogai se convirtieron en auténticas ciudades zombi, cuyos habitantes, vestidos con andrajos –ya que no se les entregaba ropa ni calzado–, trabajaban hasta dieciocho horas seguidas en campañas de autosuperación que los oficiales denominaban «lanzamiento del Sputnik». No había días de descanso, más allá de las jornadas festivas designadas por el Partido, y que se dedicaban íntegramente al lavado de cerebro mediante interminables peroratas teóricas sobre los logros del socialismo.

En 1990, tras la caída del Muro de Berlín y el ocaso del socialismo real en Europa del Este, las autoridades chinas decidieron suprimir el desgastado término laogai por el de prisión. Sólo cambió el nombre, el modelo se mantuvo hasta 1997, cuando se anunció que estás cárceles para los cuerpos y las mentes iban a ser clausuradas. Pero los laogai se resisten a morir, se calcula que entre seis y siete millones de personas siguen confinadas en campos de trabajo forzado, todos en la región del Tíbet. En Occidente, hoy como ayer, nadie dice nada. El comunismo sigue teniendo bula.
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