La KGB y la gran carestía (archivos secretos ucranianos)

Angelo Bonaguro 19 abril de 2017

Los servicios secretos ucranianos (SBU) han publicado dos informaciones sobre el último director de la KGB soviética, el general Nikolai Golusko, que a finales de los 80 se refería a la multiplicación de iniciativas occidentales que documentaban el “holodomor”, la carestía causada por el régimen estalinista en los años 30 en Ucrania, en el bajo Volga y en algunas regiones kazajas al forzar la colectivización de los campos y deshacerse de los campesinos obligados a abandonar sus habituales formas de vida.

En las dos breves informaciones, de los años 1988 y 1990 respectivamente, desclasificadas hace unos años, Golusko con tono irritado refiere al comité central del partido comunista ucraniano “los intentos del enemigo de preparar una campaña antisoviética debido a la llamada ‘carestía inducida’ en los años 1932-33”, así como los “esfuerzos de la campaña antisoviética en el extranjero, en relación al hambre masiva en Ucrania”, con el objetivo de “acusar a la URSS de haber cometido un ‘genocidio’ con el pueblo ucraniano”.

La noticia se publicó el pasado 18 de febrero en la página de Facebook del SBU, donde algunos colgaron ciertos comentarios polémicos, como: “¿y dónde está el secreto?”, o “¿todo lo que tienen los archivos ocupa solo dos páginas?”.

En realidad, la publicación no era más que un gesto simbólico del gobierno ucraniano para honrar la memoria de James Mace (1952-2004), historiador y profesor americano que hizo muchas investigaciones sobre el tema del “holodomor” y que justo el 18 de febrero habría cumplido 65 años. Entre 1986 y 1990, Mace fue director de la Comisión americana de investigación sobre esta carestía y grabó numerosos testimonios orales de la diáspora ucraniana en América antes de trasladarse a Kiev para dar clase de ciencias políticas.

La primera información de Golusko, fechada el 5 de mayo de 1988, iba dirigida a Vladimir Scerbicki, por aquel entonces secretario primero del comité central del PC ucraniano, que estuvo en el cargo de 1972 a 1989. En el lenguaje ideológico de la época, Golusko ataca la actividad “antisoviética” de los “centros subversivos” occidentales y cita como ejemplo los libros del “sovietólogo reaccionario” Robert Conquest (sobre todo “La cosecha del dolor”); los ensayos “Ejecución por hambre” y “El holocausto escondido” del lingüista y periodista ucraniano Miron Dolot (con el pseudónimo de Simon Starov, definido como un “traidor a la patria” por haberse refugiado en América después de la Segunda Guerra Mundial); y el documental “La cosecha de la desesperación: el Holocausto desconocido”, de los “nacionalistas” Slavko Novyckij y Jurij Lugovyj.

Una primera amenaza a la posición de la historiografía soviética sobre el “holodomor” ya se había presentado años atrás con la fundación del Instituto de Estudios sobre Ucrania, en Edmonton (Canadá) y en Harvard.

“Desde sus primeros años de actividad –escribe Argentieri en su presentación del libro de Conquest ‘La cosecha del dolor’– el instituto [de Harvard] se planteó el problema de romper definitivamente la cortina de silencio que había caído desde la época del holodomor”. Junto a Conquest se situó Mace, “un joven investigador en vías de concluir su tesis doctoral bajo la dirección de Roman Szporluk, uno de los exponentes más ilustres de la historiografía ucraniana en el exterior”.

El negacionismo soviético

La URSS minimizó desde el principio el alcance real de la tragedia, utilizando la censura y retocando estadísticas como el censo de 1939, que siguió al de 1937, que permaneció guardado bajo llave hasta los años 90 porque reflejaba un “déficit” de al menos ocho millones de habitantes. En 1966 se encargó a un grupo de estudiosos soviéticos la redacción de una serie de artículos sobre el desarrollo económico de la Ucrania soviética para el periódico News from Ukraine, con difusión en Occidente. En este caso, fue el secretario primero del partido comunista ucraniano, Petr Selest, quien sugirió que en el capítulo dedicado a la colectivización se incluyera una mención a la carestía, pero ninguno de aquellos estudiosos quería asumir la responsabilidad de escribir un texto que podría costarles caro.

La URSS siguió negando la carestía al menos hasta 1983, cuando a medio siglo de distancia la diáspora ucraniana empezó a presionar reiteradamente a los medios y a los gobiernos occidentales para que pidieran cuentas al gobierno soviético. El expresidente ucraniano Kravchuk cuenta en sus memorias que “a principios de los años 80 empezaron a aparecer numerosas publicaciones en la prensa occidental con motivo del 50º aniversario de una de las tragedias más horribles de nuestro pueblo. Se ponía en marcha la contrapropaganda y yo era uno de los responsables”.

En 1984 se creó una comisión parlamentaria americana coordinada por Mace, y la URSS reaccionó por su parte creando otra comisión propia compuesta por estudiosos que debían desenmascarar el “carácter mistificador” de la “campaña occidental”, pero que al mismo tiempo contribuyeron a abrir “la caja de Pandora de los recuerdos personales y familiares que cada ucraniano había sepultado en su interior” (Argentieri), como testimonió al diario digital Den’ en 2001 uno de los historiadores ucranianos llamados a esta causa, Stanislav Kulchickij: “Asistimos a la proyección del documental ‘La cosecha de la desesperación’ y pudimos acceder a los archivos del comité central del PC ucraniano. Ahora puedo decir que quien instituyó esa comisión tenía una idea confusa de aquella carestía. De otro modo se habría resistido, negándolo hasta el fondo, como hicieron con el pacto Molotov-Ribbentrop o con las fosas de Katyn. Nunca hasta entonces me había dedicado a la historia de la colectivización, y esas investigaciones cambiaron completamente todas mis convicciones anteriores. Los hechos analizados revelaron el escenario de una auténtica carestía, no solo de una situación de indigencia”.

La propaganda negacionista soviética tenía buena mano en Occidente por parte de ciertos periodistas y escritores, sobre todo anglosajones, como Walter Duranty (premio Pulitzer 1932), que a finales de marzo de 1933 escribía desde Moscú para el New York Times que “sí, las condiciones de vida son difíciles, pero no hay carestía”. Según Duranty, las muertes se debían “a enfermedades por desnutrición”, y concluía: “En pocas palabras, no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos”. Una semana después de la publicación de este artículo, entre las cartas al director aparecía una tal Katherine E. Schutock que negaba el cuadro idílico del corresponsal contratado y citaba “cartas procedentes de aquellas regiones que cuentan ya la muerte de miles de personas, más otras muchas que están muriendo de hambre”. En efecto, se calcula que entre la primavera y el verano del 33 murieron 25.000 personas al día, cuatro veces más que en el Primera Guerra Mundial.

Los escritores ingleses G.B. Shaw y H.G. Wells también negaron la carestía. En una carta abierta al Manchester Guardian el 2 de marzo de 1933, dedicada a las “Condiciones sociales en Rusia”, Shaw “y otros 20” definen como “especialmente ofensivo y ridículo el intento de presentar las condiciones de vida de los obreros rusos como si estuvieran sometidos a la esclavitud y el hambre… Por todas partes hemos visto a la clase obrera llena de esperanza y entusiasmo”.

Si no hubiera de por medio una tragedia también resultaría absurda la visita que François Herriot, diputado y líder del partido radical francés, realizó en el verano de 1933 a Ucrania. Herriot dijo que solo había visto “huertos koljosianos admirablemente regados y cultivados” y “relatos realmente admirables”: “He recorrido Ucrania; pues bien, declaro que la he encontrado exactamente igual que un jardín en plena exuberancia”. “Su ceguera –concluye el historiador Werth en el “Libro negro del comunismo” comentando estas palabras– se debía en primer lugar a una formidable puesta en escena organizada por la GPU en honor a sus invitados extranjeros, que seguían un itinerario completo de koljós y escuelas modélicas”.

“Adelante, con juicio”

Con la perestroika se abrieron algunas grietas en el muro de silencio y censura oficial. El 16 de julio de 1987, un artículo publicado en el semanario Literaturna Ukraïna incluía dos menciones a la carestía como si se tratara de un hecho histórico conocido. En agosto, el periodista y disidente ucraniano Vjaceslav Cornovil escribió una carta abierta a a Mijail Gorbachov en la que condenaba el negacionismo y recordaba al secretario primero que “solo en 1933 mi nación perdió más habitantes que durante toda la Segunda Guerra Mundial”. En Sovetskaja Rossija, el historiador Viktor Danilov escribió que entre el invierno y la primavera de 1932-33, algunas regiones registraron “ingentes pérdidas humanas”. En diciembre, el demógrafo Mark Tolc publicó en Ogonek un artículo titulado “¿Pero cuántos éramos entonces?” sobre el censo de 1937, donde apunta a la carestía como la principal razón de la caída demográfica censurada.

En diciembre, el secretario primero Scerbickij, con la aprobación de Gorbachov, habló de la tragedia atribuyendo la responsabilidad a la sequía y a una cosecha insuficiente. Su intervención pretendía parar el golpe que se temía que llegaba del otro lado del océano, con la presentación de los trabajos de la comisión americana, pero también sirvió para dar vía libre a sucesivas investigaciones históricas sobre el campo soviético, aunque con cierta cautela y descargando toda la responsabilidad en la errada política económica de los años 30, la incapacidad de las autoridades locales para presentar las ventajas de la colectivización y la incompetencia de los órganos del partido para gestionar la situación.

La primera selección colectiva de ensayos sobre la carestía, “La carestía de 1932-33 en Ucrania vista por los historiadores y descrita por los documentos”, se publicó en el Instituto de Historia del partido y en el Instituto de marxismo-leninismo del comité central, en la Ucrania soviética de 1990, después de que Scerbickij fuera sustituido por Vladimir Ivasko y de que el politburó autorizara su publicación, que salió con una fuerte censura del aparato fotográfico.

En su artículo titulado “Un genocidio no reconocido”, publicado en 2004 en La Nueva Europa, Marta Dell’Asta sintetizaba: “Durante muchos años, únicamente se habló de manera oficial de los éxitos de la colectivización, que habría producido solo algunas víctimas entre los kulaks más recalcitrantes. Luego se empezó a admitir la existencia de una cierta carestía, pero se atribuyó la responsabilidad al sabotaje de esos mismos kulaks. Solo al final algunos reconocieron que la responsabilidad era en parte de la política gubernamental, pero de ninguna manera se admitió que la carestía hubiera sido explícitamente intencionada. Mientras existió, el gobierno soviético siempre utilizó su posición como miembro permanente en el Consejo de seguridad de la ONU para impedir que el tema se planteara en este órgano internacional (…) Las fuentes de archivo actuales, así como los testimonios orales de los supervivientes, han probado ya con abundantes detalles que la carestía no fue un fenómeno fisiológico debido a causas naturales como la sequía sino una acción ideada y realizada conscientemente mediante el requisamiento de todas existencias de trigo y alimentos en el territorio”.

Un tema politizado

El número 506 del Compendio de la doctrina social de la Iglesia equipara el holodomor al genocidio armenio y judío, reconocido como tal por las iglesias ucranianas greco-católica, ortodoxa y protestante, y por el patriarcado de Constantinopla. A nivel político, lo reconoce una veintena de países. Por orden cronológico, la primera fue Estonia en 2003 y el último Portugal el pasado 3 de marzo. En 2008, año dedicado por el gobierno ucraniano a la memoria del holodomor, la Duma rusa emitió una declaración “en memoria de las víctimas de la carestía de los años 80 en territorio soviético”. En ella, por un lado, se ampliaba el horizonte de la tragedia recordando que también se vieron afectadas las regiones de Rusia, Bielorrusia y el Kazajistán soviético (con un total estimado en siete millones de muertos), pero por otro lado, para evitar especulaciones políticas, se eludió el uso del término genocidio, pues según la Duma no hay “testimonios históricos capaces de demostrar que la carestía fue organizada según un criterio étnico”. Con tonos un tanto nostálgicos, el documento recordaba las grandes centrales eléctricas, los gigantescos complejos industriales y las minas de carbón construidas en aquellos años, que representarían “memoriales eternos a los héroes y a las víctimas de los años 30, más de 1.500 complejos industriales, muchos de los cuales todavía garantizan el desarrollo económico de los estados surgidos en los territorios de la antigua URSS”.

El documento de la Duma se conoció en los mismos días en que el escritor Aleksander Solzenitsyn publicó en Izvestija la breve nota “¿Hacer litigar a dos pueblos hermanos?”, donde invitaba a no caer en el error de combatir los silencios del régimen soviético con una interpretación chovinista: “Desde 1917, cuántas mentiras descaradas y absurdas nos ha tocado oír y engullir pasivamente a los ciudadanos soviéticos (…). En los años 1932-1933 también, durante otra gran carestía en Ucrania y en el Kubán, los líderes comunistas (entre ellos varios ucranianos) hicieron lo mismo, callando y ocultando. A nadie se le ocurrió sugerir a los frenéticos activistas del partido bolchevique y del Komsomol que se estaba produciendo la destrucción planificada de los ucranianos como tales. Este provocador grito al genocidio empezó a circular décadas después (…) pero ahora ha llegado hasta el entorno del gobierno actual de Ucrania (…) y a los oídos occidentales este terrible revuelo pasará como algo normal”.

La intervención de Solzenitsyn fue acogida con sorpresa por varios exdisidentes ucranianos, como Levko Lukjanenko (antiguo miembro del grupo Helsinki en la época soviética), que criticó la “tendenciosidad agresiva por parte rusa propia de ciertas valoraciones oficiales e informales de la tragedia”, y añadió que reconocer el holodomor no representa una acción directa contra Rusia y sus pueblos, pues “nos encontrábamos bajo el poder de un régimen totalitario único”.

En los últimos años, con el endurecimiento de la crisis diplomático-militar entre Rusia y Ucrania, el holodomor ha vuelto a convertirse en argumento de contención y propaganda política. Por un lado, Kiev hace de él una cuestión de memoria nacional pero limitándolo a sus fronteras internas. Por otro, en algunos órganos de prensa rusa “patriótica” han aparecido artículos con un tono que sonaba relegado en la época soviética, como “El engaño del holodomor, anatomía de una mentira inventada por la propaganda occidental”. Publicado en la versión en inglés de Sputnik el 19 de octubre de 2015, el artículo cita incluso el texto “Fraud, Famine, and Fascism: the Ukrainian Genocide Myth from Hitler to Harvard”, un libelo negacionista publicado en el 87 por el sindicalista canadiense Douglas Tottle que fue retirado de la circulación justo después del discurso “aperturista” de Scerbickij. Más recientemente, el pasado 14 de marzo, apareció en Facebook –y luego en varios medios– la foto de una mujer de Odessa agachada en la acera ante una bandada de palomas que querían picotear varios trozos de pan. El digital tvzvezda.ru ironizaba con este titular: “En Ucrania la gente pasa hambre y roba el pan a las palomas”, como si nos encontráramos ante una reedición moderna del holodomor y no simplemente ante una persona con problemas.

En una información publicada en SciencesPo, el historiador Werth observa que si para hablar de genocidio hace falta probar la intención de destruir a una etnia, fue tal la resolución del 22 de enero de 1933 firmada por Stalin que “cierra las fronteras” de Ucrania y el Kubán (región caucásica de mayoría ucraniana), impidiendo a los campesinos salir a buscar comida. Las interpretaciones divergen en cambio respecto a la pregunta de si Stalin habría querido atacar a los campesinos por ser “políticamente” enemigos del poder soviético, o por ser ucranianos. Para Werth, si se tiene en cuenta, aparte de la carestía, la campaña contra el “nacionalismo ucraniano” y las respectivas purgas realizadas en el ámbito sociopolítico, podría hablarse aún con mayor razón de genocidio; aunque “el holodomor fue muy distinto del holocausto, no trató de exterminar a la nación ucraniana en su totalidad ni implicó el asesinato directo de sus víctimas. El holodomor fue concebido y modelado en función de razones políticas y no ligadas a la etnia ni a la raza”.


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