Fracaso derecha española

VOZPOPULI
Rajoy y el fracaso de la derecha política
para dar una salida a la crisis de España

Jesús Cacho (21-07-2012)

El fiasco de la derecha española otorga a la crisis política una dimensión particularmente preocupante. Los dos grandes partidos, los pilares del sistema salido de la Transición, PSOE y PP, se han mostrado incapaces de insuflar nueva vida al mismo.

Dicen que el tiburón solo enseña la aleta cuando, a toda velocidad, va derecho hacia su objetivo, seguro de clavar sus dientes de sierra en la indefensa presa. Mariano Rajoy le ha visto ya la aleta al escualo que se dispone a devorar el futuro de España. Lo decía la cara descompuesta de Sáenz de Santamaría el viernes cuando, en rueda de prensa tras el Consejo de Ministros, contemplaba perpleja cómo los periodistas, a modo de introducción a sus preguntas, le iban relatando la escalada de la prima de riesgo por encima de la cota de los 600 pb. “Señora vicepresidenta, ahora que la prima está ya en 606, querría preguntarle…” Y la señora vicepresidenta dudaba y se trabucaba a la hora de responder, porque su cabeza estaba en otro mundo, tal vez en el paraíso perdido de una derecha que parecía llamada a sacar a España del atolladero en el que se encuentra y que ha fracasado en esta su cita con la Historia, apenas siete meses después de haber llegado al poder.

El fiasco de la derecha española otorga a la crisis política una dimensión particularmente preocupante. Los dos grandes partidos, los pilares del sistema salido de la Transición, PSOE y PP, se han mostrado incapaces de insuflar nueva vida al mismo y, más que salvadores, parecen llamados a oficiar de enterradores. Tras la demoledora experiencia de los casi ocho años de presidencia de Zapatero, un tipo que, en su extrema liviandad, no solo se mostró incapaz de embridar una burbuja que ya venía lanzada desde 2002, sino que echó leña al fuego de la crisis tirando de gasto público y engordando la deuda, la llegada del PP al poder fue imaginada por millones de ciudadanos, incluso por muchos que no le votaron, como la última oportunidad de darle la vuelta a la tortilla económica y, una vez puesto rumbo al crecimiento, pilotar la regeneración política y social que España necesita. El fracaso de la opción derechista parece rotundo.

Nadie ha respondido todavía al interrogante de en qué ocupó Rajoy y su equipo los casi dos años –al menos desde el 10 de mayo de 2010- en que estuvo claro que, con mayoría o sin ella, el PP iba a tener que pechar con el Gobierno de la nación. Todo parece haber sorprendido a estas nobles gentes. Ni hoja de ruta, ni plan concreto, ni proyecto armado con los consiguientes Decretos-ley listos para publicar. Apenas esa idea vaga y evanescente del “sé lo que hay que hacer, y lo vamos a hacer”, escuálido equipaje para abordar la crisis más importante vivida por España desde el final de la Guerra Civil. La tarea de gobernar les sorprendió sin el homework hecho y, lo que es peor, dispuestos a hacer justo lo contrario de lo que pregonaba su programa electoral.

De haberse mantenido fiel a sus principios, el Gobierno Rajoy tendría que haber subido –en todo caso- impuestos indirectos
El alma mater del mismo, Cristóbal Montoro, lo había edificado sobre la piedra angular de la “curva de Laffer”, según la cual es un error subir impuestos cuando un Gobierno pretende aumentar los ingresos, porque, a cuenta del castigo a la actividad que ello conlleva, se logra el efecto contrario. Pues bien, la primera medida relevante del nuevo Gobierno fue una espectacular subida del IRPF. Después ha venido la subida del IVA y muchas otras decisiones más, casi todas forzadas por la presión de los mercados, tardías y sin criterio. Dice el prontuario del economista ortodoxo que para que un ajuste fiscal funcione es obligado que bascule en un 70% sobre los gastos, dejando a los ingresos el 30% restante. Justo lo contrario de lo que ha sucedido aquí. De haberse mantenido fiel a sus principios, el Gobierno Rajoy tendría que haber subido –en todo caso- impuestos indirectos, y acometido un radical ajuste del gasto vía reforma del nuestras Administraciones Públicas, para reducir el tamaño y consiguiente coste de mantenimiento del Estado, un tema tabú para nuestra clase política.

El abandono de los principios ha sido una constante de la derecha política española antes y después del cambio de régimen operado en 1975. El estatismo, el desprecio a los principios y la falta de confianza en el protagonismo de la sociedad civil ha ido en la derecha española del brazo del abandono de la cultura, un terreno virgen que ya en la última parte del franquismo se dejó en manos de una izquierda imbuida de un fuerte componente gramsciano. Carente de un modelo que proponer a la muerte de Franco, la Transición fue posible porque esa derecha, junto a amplios sectores de la Iglesia, depuso sus banderas y efectuó concesiones esenciales en aras al pacto de convivencia pacífica y estable que significó el cambio de régimen.

Del famoso harakiri franquista surgió un sistema cuya parte del león se repartieron la derecha conservadora (travestida de pronto de partido centrista, la UCD), el partido socialista y los nacionalismos de derechas catalán y vasco a los que había que integrar en el invento para asegurar, se pensó, la estabilidad de un pastel en cuya cúspide se colocó de nuevo a la familia Borbón como clave del arco de la Constitución del 78. Los políticos conservadores, sin embargo, nunca osaron reivindicar a la derecha como verdadera artífice de la reforma política. Antes al contrario, han sido presa del complejo de culpa derivado de haber colaborado con el régimen que ellos dinamitaron desde dentro para traer la democracia, un complejo que explica también el hecho de que hayan dejado la iniciativa cultural y social en manos de la izquierda.

Un sistema ahogado por una corrupción galopante

Los “padres de la patria” pretendieron aliviar el estatismo heredado de Franco con la descentralización del Estado en un sistema autonómico que ha terminado convertido en un monstruo devorador de recursos, solo financiable en la fase expansiva del ciclo. Ello unido a la politización de la Justicia, el excesivo peso de los sindicatos, la ausencia real de separación de poderes y un sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas, entre otras cosas, ha terminado por ahogar en una corrupción galopante –cuyo origen empezó en la propia jefatura del Estado, con la corrupción real-, un sistema que ya a principios de los noventa reclamaba a gritos una vuelta de tuerca democratizadora. En el fondo, la experiencia española ha vuelto a demostrar la extrema dificultad que supone intentar construir una democracia sin demócratas y sin liberales, sin ciudadanos habituados al dialogo civilizado y al respeto a quien piensa diferente.

La década larga de crecimiento que se inició en 1996, con abundante dinerito en la calle, sirvió para enmascarar y posponer una solución democrática a los males que ya entonces exhibía el sistema y que ahora la crisis, como esas mareas que, al retirarse, dejan flotando sobre la ría las inmundicias arrastradas por la crecida, ha puesto dramáticamente en evidencia. La perversión del régimen salido de la Transición ha radicado, con todo, en el desmesurado poder alcanzado por los partidos políticos mayoritarios que, a imagen y semejanza del viejo turno Cánovas-Sagasta, se reparten el uso y disfrute del aparato del Estado al margen de los intereses del país a largo plazo. Los males del sistema, en efecto, tienen su origen en la falsificación de la representación política llevada a cabo por unos partidos poco o nada democráticos, convertidos en rígidas estructuras de poder donde medra una jerarquía reacia a cualquier viento de cambio.

Reinan las cúpulas y su legión de resignados servants quienes, caso de los diputados, ni siquiera pueden emitir opinión contraria al pensamiento oficial

Es un sistema de representación podrido, que reserva al ciudadano la gracia de poder depositar la papeleta de voto en una urna cada cuatro años. Reinan las cúpulas y su legión de resignados servants quienes, caso de los diputados, ni siquiera pueden emitir opinión contraria al pensamiento oficial, todos pendientes del último gesto de quien detenta la facultad de poner y quitar nombres de las listas electorales. Esa cúpula suele cooptar no a los más inteligentes y laboriosos, sino a los más fieles y sumisos. A gente que nunca ha gestionado una cuenta de resultados. El divorcio con la sociedad es total. Ello ha venido unido a un progresivo deterioro de la capacidad intelectual y las dotes de liderazgo de los jefes de ambos partidos, elegidos a dedo –el dedo torcido de Franquito Aznar-, o mediante una conspiración jacobina urdida en las zahúrdas de un Congreso, proceso que alcanzó su cenit con Zapatero, una auténtica desgracia para todos como responsable no ya de la crisis económica, sino de la más grave y desintegradora deriva de España como Estado nación.

Para quienes hemos ansiado siempre poder votar a una derecha democrática de corte liberal, la deriva del PP hacia ese modelo de partido estatista y conservador, ajeno a la cultura, siempre dispuesto a empeñar los principios en el altar de las circunstancias cambiantes, no puede sino llenarnos de amargura. Mariano Rajoy es el clásico conservador español -tipo honrado a carta cabal, ajeno a las pompas y vanidades del capitalismo castizo madrileño-, cuyo objetivo fundamental radica en mantener el statu quo político a cualquier precio. Un alto funcionario, un servidor del Estado sin ideología y sin discurso, fácil presa del ala socialdemócrata –en realidad, socialcristiana y opusdeista- que hoy controla partido y Gobierno, y en la que militan Arenas, Montoro, Báñez, Gallardón, Villalobos, Feijó, Lasalle, la propia vicepresidenta Soyara y gente tan cercana al presidente como Arriola, entre otros muchos. Ha sido y es otro de los elementos definitorios de la derecha política hispana: su incapacidad para romper con el consenso socialdemócrata que rige en Europa desde el final de la II Guerra Mundial.

Tras otro auténtico viernes de dolores, con la Bolsa cediendo casi un 6%, la prima de riesgo escalando hasta los 612 puntos y el bono a 10 años por encima del 7%, la suerte de España parece echada, salvo que Alemania, que es quien manda en el BCE, decida a última hora echarnos un cable, cosa que a estas alturas parece muy improbable. La intervención es cuestión de tiempo, poco, y con ello la certificación del fracaso de la derecha española a la hora de dar una salida política al país. Con Rajoy ha fallado ese supuesto según el cual la derecha es el taller de reparaciones al que acude el Estado cada vez que el socialismo pasa por el poder. Para, en este momento crítico, romper la columna vertebral de un sistema corrompido desde la raíz, esta derecha de políticos mediocres, altos funcionarios y malos gestores, hubiera necesitado un Churchill en toda su plenitud. En su lugar, se ha topado con un Chamberlain.

La crisis terminal de la propia Corona

Declaración de impotencia absoluta. Es probable que, de haber hecho bien su trabajo, sin torpes cálculos electoralistas –¡Ay, Andalucía!-  y sin traición a los principios, el Gobierno Rajoy se hubiera igualmente visto sometido a la humillación de la intervención por parte de la troica (CE, BCE y FMI), porque cualquier plan de saneamiento de las cuentas públicas españolas pasaba por la condición sine qua non de poder financiar ese ajuste a un coste razonable en los mercados de capitales, pero la forma en que parece a punto de entregar la cuchara no puede ser más deshonrosa. Sin barcos y sin honra. Y ello con mayoría absoluta y con la mayor cuota de poder territorial que jamás haya tenido partido alguno en nuestra dizque democracia.

Para ejemplarizar mejor que nada la crisis del Sistema, la no menos terminal de la Corona

El estropicio es fenomenal. Todo está en crisis, desde la Economía a la última de las instituciones, pasando por toda suerte de valores  morales y éticos. Para ejemplarizar mejor que nada la crisis del Sistema, la no menos terminal de la propia Corona, con un rey Juan Carlos muy debilitado tras innumerables escándalos financieros y de faldas, y ello en un  momento en que su función de árbitro hubiera sido más necesaria que nunca –naturalmente en el caso haber mantenido su prestigio intacto-. Sus gestos recientes tratando de recuperar imagen más que sorprender mueven a la piedad, en tanto en cuanto implican expresa renuncia a la Maiestas inherente a su condición de persona inviolable, para tratar de igualarse con el común de los mortales. Así resulta que el Rey “curra” como todo hijo de vecino y, además, se rebaja el sueldo un 7%, como cualquier humilde funcionario. Señor mío: es usted un hombre muy rico, ergo renuncie al estipendio que le otorga el pueblo, vía PGE, durante el tiempo que sea menester y compórtese.

Acompañando el desmoronamiento de la Corona, unos partidos nacionalistas decididos a ahondar en el proceso de secesión al grito de “España nos lleva al desastre”. Con un PSOE abrasado,  el fracaso de la derecha nos aboca a un cambio de Régimen, vía fallo renal agudo, con apertura de un proceso constituyente del que debería salir un país más justo, más vivible, más sanamente democrático, con un sistema democrático equiparable al de los países más ricos de nuestro entorno. Ahora mismo, sin embargo, nadie sabe a ciencia cierta qué rumbo tomarán los acontecimientos. Es más que probable que Mariano Rajoy intente tomar aire con un cambio de Gobierno más o menos inminente, operación de libro, de la que ya se está hablando, que difícilmente conseguirá evitar la implosión desde dentro del propio Partido Popular a corto/medio plazo. Es el momento de los aventureros. Incluso dentro de las filas de la propia derecha.