España abandonada

GRUPO DE ESTUDIOS ESTRATÉGICOS  
¿al pacifismo?

Por Oscar Elía Mañú
 24 de Julio de 2007

La España desesperada

El pasado uno de julio comenzó un mes negro para España; soldados españoles de patrulla, uniformados e identificados, sufrieron una emboscada en una zona de guerra. España despertó al día siguiente con la histeria pacifista habitual; los telediarios abrieron con los lamentos de las madres, con las lágrimas de la Princesa Leticia, con la rabia de los compañeros. los españoles, incapaces de encontrar sentido a la violencia, se refugiaron en la semántica; la palabra “terrorismo” recorrió las redacciones, las radios, los periódicos, y eximió de ir más allá en los análisis.

Agotando su esfuerzo en dramas “humanos”, enfrascado en la polémica de los inhibidores, todo un país mostró la unanimidad de la derrota; ser víctima del terrorismo, con o sin inhibidores. Convertidos en blancos visibles en Afganistán o Líbano, los españoles limitan su capacidad a la defensa y a la autoseguridad. Paseándose cada día ante quienes les quieren ver muertos, renuncian a hacer otra cosa distinta que atrincherarse y blindar sus vehículos para el próximo ataque, en la seguridad de que éste llegará tarde o temprano, mediante una mina, un coche bomba o un lanzagranadas.

En la era post 11S, los soldados españoles son enviados a los templos de la violencia por una sociedad que ha renunciado siquiera a pensar en ella. Busca excusas, inventa historias que le alejen de los malos presentimientos que el mundo provoca. Hoy, creyendo conjurado el peligro con el 14M y con la retirada de Irak, los españoles se miran entre ellos, incrédulos, cada vez que la sangre de compatriotas es derramada por el mundo. Acaban concibiendo los ataques como algo inevitable, necesario; es el terrorismo, naturalmente. Así las cosas, el 11M parece haberse convertido en el referente vital de una sociedad cada vez más acostumbrada a dejarse matar inevitablemente por algo llamado “terrorismo”, ante el que sólo cabe llorar a los muertos y lamentarse constantemente de los males del destino.

Más tarde, el cuatro de julio, seis compatriotas españoles son asesinados en una polvorienta carretera de Yemen. Acto terrorista en toda regla; objetivos desarmados, civiles, armados únicamente con cámaras fotográficas. Distintos hechos, la misma reacción en la misma España; recepción dramática de los cuerpos, testimonios espeluznantes de las víctimas, visita emotiva de los Príncipes de Asturias. Abrazos, llantos, incomprensión. Insoportablemente, de nuevo la conformidad ante el crimen de una sociedad que lo acepta a base de rechazarlo.  ¿Por qué? ¿por qué a nosotros?. Da igual, puesto que no tiene sentido. Sucede y ya está, piensa el español cenando ante el televisor.

Esta vez, al drama cada vez más acostumbrado, cada vez más insensible, se une la búsqueda del elemento tranquilizador, el que ayuda a evitar hacerse la pregunta; la excepcionalidad de un país tercermundista perdido en el sur de la península arábiga. Esta vez, a la histeria de un pueblo pacifista se une la apelación común a un país exótico, medieval, dejado de la mano de la civilización. En la pantalla, los desharrapados policías yemeníes, jóvenes y niños que cargan pesadamente con el AK 47; ¿Cómo no morir asesinado en estos países? ¡Normal!. Al tributo que conscientemente pagó España en Líbano se une el tributo de unas malas conciencias ante un país violento, cruel, salvaje pero por tanto puro.

Depredadores y depredados

En España, el Frente de la Paz es causa y consecuencia de un pensamiento pacifista que es, antes que pacifista, relativista, y antes que relativista hedonista. La sociedad española llegó tarde a la modernidad; muy poco le ha bastado para desembocar en lo peor de la postmodernidad. Rechazo de los problemas, rechazo de las dificultades, rechazo de las preocupaciones. El nihilismo que preocupa a Gluksmann no sólo afecta al terrorista que lanza un todoterreno envuelto en llamas contra la terminal de Glasgow; afecta principalmente a quien pasa a su lado como si no viera el humo, y más aún a quien observa el fenómeno como algo inevitable que con suerte le ocurrirá a otro.

En consecuencia, el eco de las palabras de José Bono se hace insoportable, cuando los españoles están siendo asesinados por el mundo; «Soy un ministro de Defensa y prefiero que me maten a matar como convicción moral personal. Necesito que a la convicción moral se una la legitimidad del planeta y esa legitimidad la aporta Naciones Unidas”. El Frente de la Paz surgido de los hierros de Atocha convierte a las víctimas españolas en víctimas antes de que estalle la bomba; moralmente está reduciendo la condición de ciudadano a la condición de víctima en el peor sentido del término; el llanto, la desesperación, la rabia contenida. Y más allá de eso, la falta de esperanza en el futuro, la creencia y la certeza de que las bombas llegaran y de que nada se podrá hacer al respecto.

Así las cosas, España pasea su bandera por el mundo a la espera de que sus soldados o sus turistas sean asesinados; y lo hace con la premisa de renunciar a cualquier otra cosa distinta al llanto. España llora, pero más allá de eso, es incapaz de saber o intentar saber qué le está ocurriendo. Clama al cielo entre impotente e incapaz de observar qué es lo que está ocurriendo. Y después, en un inconsciente arrebato de cobardía moral e intelectual, sigue con sus faenas y placeres de cada día, eso sí, a la espera de recoger sus próximos cadáveres.

El uso del término terrorismo parece empezar a esconder la incapacidad de una sociedad de hacerse cargo de que es alguien quien le ataca, por algo y para algo. Cuando esto sucede, cuando se renuncia a comprender la violencia como algo detestable pero real en la vida humana y política, se queda a merced de quien la comprende perfectamente, de quien conoce sus terribles mecanismos, sus causas, sus consecuencias. Es así como la advertencia de Ernst Jünger resuena como una explosión en nuestros oídos;  “un estado que se abandona al pacifismo será devorado exactamente como un animal que ha renunciado a defenderse”. Así ha sido desde tiempos de Tucídides, y así lo será en el siglo del terrorismo y la globalización.
La verdad histórica de nuestro tiempo es tan dolorosa como insoportable; morirán más españoles,  lo harán a manos de los matarifes de Al-Qaeda, y será en territorio nacional o fuera de él. Y no harán nada para impedirlo. La guerra de nuestros días es una dialéctica entre los deseos de paz y los de victoria; quien desee con más insensatez la paz, perderá la victoria, y también la paz. Quien desee con más voluntad la victoria ganará la paz, su paz, su modalidad de paz. Queda así por ver si será la paz de las democracias occidentales o la paz del despotismo asiático en nombre de Dios la que se impondrá en el futuro.

La guerra es un choque de voluntades, enseñan desde Sun-Tzu a Clausewitz. Abandonarse a la condición de víctima es el primer paso hacia la derrota; ascender a la condición de ganador es el primer paso hacia la victoria.  Cuestión eterna de la guerra, hoy en juego en Irak, pero también en Líbano, Afganistán o Palestina, la voluntad sigue siendo el punto sobre el que pivota el sentido de la violencia. Hoy, en Gaza, Irán o Kabul, el islamismo planea como volar ciudades occidentales, como ametrallar cascos azules, como dinamitar mercados y centros comerciales. Mientras tanto, España y la Europa continental -quien sabe cuándo Gran Bretaña- planean instalar inhibidores, establecer controles, levantar sacos terreros en sus cuarteles. Y sobre todo, organizar emotivos homenajes a sus muertos en espera de los siguientes. Se saben víctimas y aceptan la condición, siendo así doblemente víctimas.

En Occidente, España se sitúa histéricamente a la defensiva, renunciando siquiera a levantar las manos en ademán defensivo. Agota sus energías en querellas sobre blindajes, inhibidores, seguridad de nuestras tropas. Es un país cada vez más abandonado al pacifismo, abierto a los depredadores del mundo. Éstos rondan a su alrededor, seguros de que nadie osará ya desatar contra ellos una guerra, una campaña, una ofensiva ilegal, ilegítima e inmoral. Atacarán cuando y cómo su propia voluntad se lo permita, al margen de lo que el animal indefenso haga ante él. Éste prefiere mirar hacia otro lado y esperar que sea el vecino el próximo en la lista negra de AlQaeda.

En una guerra total declarada contra todos los occidentales, los españoles no tendrán donde esconderse, ni obtendrán un respiro. Hoy, en las cuevas de Tora-Bora y en los palacios de Teherán se entiende la violencia tal y como es; un instrumento de la política, un medio con vistas a unos fines, una forma de imponer la propia voluntad. Nada nuevo desde los inicios de la humanidad. La diferencia esencial entre ellos y las naciones a las que combaten es que éstas han renunciado siquiera a comprender que la violencia sigue tan presente en el mundo que quien no esté preparado para defenderse será efectivamente devorado, entre lágrimas y homenajes televisivos.

El pacifismo es, junto al belicismo, la expresión máxima del peligro de la política; paradójicamente, el pacifismo es una invitación al ataque, lo mismo que el belicismo es la obsesión con él. ¿Ha llegado España a ese punto de no retorno? No hay derrotismo en el ser humano, por español que sea; ser devorado por el islamismo no es una necesidad a no ser que uno se abandone definitivamente al pacifismo.

Óscar Elía Mañú es Analista  del GEES en el Área de Pensamiento Político