Che Guevara


ICONO de una DEGENERACIÓN

Por Fernando Paz Cristóbal,  Nº 178, marzo-abril 2013.

«Celebro el odio eficaz que hace del hombre una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar», Ernesto Guevara

Entre los muchos mitos que ha levantado el comunismo internacional a lo largo de su historia, pocos tan persistentes y falsos como el de Ernesto Che Guevara. Convertido en vulgar artículo de consumo por el sistema que él pretendía destruir, pocas veces se ha reflexionado sobre lo que representa la veneración iconográfica de una parte de la juventud hacia esa imagen de mirada extraviada, tocada con boina y estrella roja.
En cierto modo, el culto al Che se puede explicar, funcionalmente, como un sustitutivo del que tradicionalmente se ha profesado a Cristo. Las biografías más publicitadas del personaje, y sus secuelas cinematográficas, nos lo muestran de un modo tan completamente hagiográfico que pueden considerarse, simple y llanamente, como intentos deliberados de mitificación. En ellas es retratado como un hombre encorajinado por la injusticia, como un luchador impenitente, como un Robin Hood contemporáneo sin tacha en su vida personal y en su peripecia política.

Tras su muerte, el castrismo proyectó su personalidad como si de un mártir se tratase, un mártir que jamás conoció descanso en su combate por la justicia y que merece, por ello, los honores de la posteridad como epítome de las virtudes revolucionarias, más allá de la desagradable realidad que puede llegar a representar un régimen totalitario. El Che sería, así, la encarnación del ethos revolucionario, de esa parte de la Humanidad que persigue la utopía, siempre disconforme con el tedio que, inevitablemente, el paso del tiempo impone.

La juventud del personaje fue, sin duda, un factor de primera magnitud a la hora de erigir ese carácter mitológico en torno a su persona. Su compromiso internacionalista, proclamado como la matriz de su actuación personal y que, en el caso de Guevara, resultaba obvio por ser él mismo un argentino metido a liberador de Cuba, es también de singular relevancia para situarnos en la perspectiva correcta a la hora de destripar las causas que originan el mito. Y la confesión de un rabioso e incondicional antiamericanismo, en el que Guevara situaba todo su horizonte (con un cierto primitivismo ideológico) enaltecen su figura de igual modo que la de san Jorge frente al dragón suscita inmediatas simpatías por la osadía del empeño mismo.

Sin duda, algo de ello hubo en su biografía. Guevara murió antes de cumplir los cuarenta, cultivando un deliberado aspecto juvenil y manteniendo un peligroso modo de vida. Y es cierto que se trataba de un internacionalista convencido. Y también que ese internacionalismo se alimentaba de un antiamericanismo furibundo (y bastante elemental). En ese sentido, resulta innegable que la del Che es una biografía coherente, si bien bastante lineal y menos apasionante de lo que tantas veces se sugiere. Ahora bien, son precisamente sus hagiógrafos quienes le niegan -de forma inconfesa, desde luego- tal coherencia, inventando, interpretando o, más sencillamente, negando algunas de las actuaciones plenamente insertas en la lógica de la locura revolucionaria. Si nos preguntamos el porqué de tal falsificación, hallaremos parte de la respuesta en la propaganda castrista.

El castrismo es la historia de una gigantesca mentira. Desde sus inicios, el castrismo –es decir, la parte del movimiento revolucionario que usurpó el conjunto de la rebelión contra Batista para imponer un régimen personal oportunistamente marxista-leninista-, trató de proyectar la imagen de la revolución cubana como la de una intentona socialista con fuertes matices libertarios. Sin duda, la idiosincrasia del pueblo al que sometían a su férreo control potenciaba convenientemente tal perspectiva. Para muchos intelectuales (sobre todo europeos) la alegría de la vida cubana, la expresividad de su peculiar folklore, la sencilla identificación de su cultura, las calles bulliciosas de las ciudades o el carácter entrañable de la población, pasaban por ser logros de la revolución. Y así, ésta se presentaba con el sello de un particular socialismo, bajo una luz bien distinta a la del gris comunismo soviético, plena de júbilo tropical y ebria de luz.

En ese contexto, la figura de Guevara encajaba a la perfección. Potenciaba los elementos libertarios de corte popular en detrimento de una realidad crecientemente burocratizada y abúlica. Con su muerte, la revolución permanecía joven y fresca ya para siempre, al menos en el imaginario de todos aquellos que así lo deseasen.

Pero la propaganda castrista no lo explica todo. La muerte de Guevara llegó en un momento sumamente propicio, un momento que demandaba la figura de un héroe capaz de reemplazar una mitología obsoleta en el mundo de la izquierda. Los años sesenta fueron sin duda una época de cambios muy pronunciados, si bien la acusada división del mundo en bloques antagónicos hacía muy difícil que las simpatías por el enemigo tuvieran serias posibilidades de convertirse en algo popular a este lado del telón. En Europa occidental, el partido comunista se había convertido en una estructura anquilosada, de escaso atractivo para una juventud que reclamaba protagonismo y que se decantaba por cualesquiera experiencias de corte radical y revolucionario.

La izquierda quería ser contestataria con respecto a la propia izquierda, y Guevara se convirtió en el ídolo de una generación revolucionaria que no podía ni deseaba identificarse con la URSS. La rebelión juvenil había sustituido a la lucha de clases –una lucha de clases que había pasado a formar parte de la tradición europea-, ante un aturdimiento general que incluía a los comunistas. Así que los chicos gritaban los nombres de Ho-Chi-Mihn y de Guevara en las manifestaciones. Embutidos en estrafalarias vestimentas -invariablemente jeans estadounidenses-, y con el pelo hasta los hombros, coreaban letras compuestas por John Lennon y Bob Dylan sin sospechar que en el isleño paraíso socialista de sus sueños las melenas, el rock y los vaqueros los hubieran llevado a la cárcel.

El mito de Guevara se incorporó a una miscelánea revolucionaria en la que estéticamente encajaba a la perfección. De hecho, el carácter proteico y escasamente definido de la nueva mística contestataria facilitaba su inclusión. Al igual que había sucedido treinta años atrás, provocando la fascistización de buena parte de la juventud europea, una estética que comenzaba por manifestarse como un episodio puramente epidérmico derivaba en una creciente identificación con los objetivos de la ideología que la generaba. Y, como entonces, la llamada a una recreación del mundo y del hombre cimentaba sus esperanzas en una atracción transversal, superadora de clases y del legado de las generaciones precedentes.

Pese a todo, la figura de Guevara no es propiamente la de un romántico soñador de rebeliones contra la injusticia, a la que se enfrentara a cuerpo limpio. Guevara no estuvo exento del ejercicio del poder, del asesinato, de la represión, de la tortura. Por esta serie de poderosas razones, Guevara no podía constituirse por sí mismo como un mito fundacional truncado, como el poeta impulsivo capaz de destruir y hasta de destruirse por amor. Para eso, para erigir el mito sobre el que elevarse póstumamente, Guevara necesitaba dos cosas; la primera, claro, morirse –y, a ser posible, pronto y en combate-; y la segunda, una pertinaz campaña propagandística sostenida sin descanso.

El castrismo se encargó de que tuviera las dos.

EL CARNICERITO DE LA CABAÑA

Oculta tras la mole del Castillo del Morro, en el lado este de la bahía de La Habana, se levanta una poderosa fortaleza en piedra que los españoles erigieron en 1774 destinada a completar el conjunto defensivo que, junto con el castillo, protegería la capital cubana de los asaltos ingleses por mar. Por su situación periférica, que la hurtaba de las miradas de los curiosos, y ante la mengua del peligro pirata, aquella edificación que se yergue sobre la loma de La Cabaña pronto fue destinada a cárcel.

Tras la independencia cubana, los diversos mandatarios de la isla hicieron buen uso de las antiguas instalaciones carcelarias, que seguían siendo particularmente adecuadas al encierro de los más recalcitrantes opositores de los gobiernos de Machado y de Batista.

Sería allí -y durante más de seis meses, entre enero y julio de 1959-, donde Che Guevara ejercería de torturador y criminal a sus anchas. El tiempo pasado al mando de aquella prisión es quizá el que mejor retrata la personalidad del argentino que fue a Cuba a realizar una revolución. Allí plasmó plenamente en qué consistió su aportación al universo del socialismo.

Cada mañana, al amanecer, Guevara recibía el correo remitido por Fidel Castro. Uno de los sobres, el que a él atañía particularmente, contenía los nombres de los presos que habían de ser juzgados aquella jornada. Enviado desde el Estado Mayor, en el documento se especificaba el tipo de condena que había que administrar a cada detenido. Aunque, característicamente, se celebraban juicios y teóricamente se podía apelar la sentencia, lo cierto es que jamás se admitió a trámite apelación alguna.

Guevara se impacientaba con cada retraso, pues había veces que a las seis y media de la mañana aún no disponía de la lista. Su nerviosismo iba en aumento cuando alguien le recordaba la necesidad de proceder con arreglo a algún trámite que no hubiera tenido en cuenta la Comisión Depuradora que presidía. Y se desesperaba: «No demoren las causas, esto es una revolución, no usen métodos legales burgueses, las pruebas son secundarias».

Con frecuencia, trepaba al muro frente al que se efectuaban los fusilamientos para contemplarlos, muchas veces acompañado de sus intelectuales favoritos. Encaramado en la tapia, aprisionaba entre los dientes un grueso cigarro cubano, subrayando de este modo la calma con la que afrontaba los acontecimientos del día. Al decir de los presentes, su actitud ayudaba a los pelotones de fusilamiento a realizar su tarea con mayor entereza, no obstante el que dichas unidades estuvieran formadas por voluntarios -procedentes del cuartel de san Ambrosio-, y por tanto bien dispuestas a la matanza.

En no pocas ocasiones incluía en los grupos de hombres que destinaba al paredón a personalidades a las que detestaba por uno u otro motivo y sobre los que no pesaban acusaciones de haber cometido delito de sangre alguno. Los hagiógrafos del Che subrayan la necesidad objetiva de fusilar que existe en todo proceso revolucionario; lo cual esgrimen como atenuante y hasta eximente de las personas que se manchan las manos con la sangre de las víctimas, en lugar de disuadirles de emprender o apoyar proceso revolucionario alguno.

Pero es el caso que el Che no estaba aniquilando a enemigos en pie de guerra; estaba ejecutando a indefensos adversarios una vez concluida dicha guerra.

Otro de los oficios que desempeñó Guevara en La Cabaña fue el más bien poco honroso de torturador, herencia de la época de la guerrilla en Sierra Maestra, donde los revolucionarios adquirieron cierta práctica en obtener información de los enemigos capturados. Una de las acciones a la que con más frecuencia recurrían entonces era la de los falsos fusilamientos, que consistía en anunciar a un preso la inminencia de su ejecución, para ponerle a los pocos minutos en el paredón, frente a una escuadra presta a balear al condenado. El simulacro se llevaba hasta sus últimos extremos, con el consiguiente padecimiento del prisionero al que, generalmente, se golpeaba en la cabeza con la culata de un fusil para dejarle inconsciente tras la orden de fuego.

Parece que Guevara se aficionó a la macabra broma, porque así continuó haciéndolo en La Cabaña, tras la victoria, si bien ahora ya no tenía función alguna más que la de aterrar a sus víctimas, lo que evidentemente conseguía. Se sabe de algunas iniciativas del Che en este sentido, a título particular, posiblemente con la única intención de servirle de divertimento. Sin duda, Guevara gozó de una cierta discrecionalidad, en especial durante aquellos primeros días de borrachera triunfal de 1959.

Las negaciones hagiográficas de muchos de sus biógrafos, además de insostenibles en sí mismas, lo son tanto menos cuanto que el Che justificó cumplidamente su propia actitud criminal, y lo hizo en público. Fue durante la sesión del 11 de diciembre de 1964, en plena Asamblea General de la ONU, cuando los representantes de varios gobiernos americanos, incluyendo al de los Estados Unidos, acusaron a Cuba de perpetrar numerosos crímenes en su suelo contra los enemigos del régimen. Con toda la prensa mundial allí acreditada, y en medio de una notable expectación, Guevara respondió airadamente a dichas acusaciones sin la menor muestra de congoja o arrepentimiento y, desde luego, asumiendo su propia responsabilidad: «Hemos fusilado; fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario».

Aunque en su alocución posterior, en los párrafos que siguieron a tan siniestra declaración, justificaba hasta cierto punto la aseveración anterior, de nada le sirvió: había proporcionado unos titulares en letras de molde a los medios de todo el planeta. La revolución cubana admitía sus crímenes abiertamente.

Cierto que los revolucionarios cubanos habían publicitado sus crímenes desde temprana hora. La entrada de los barbudos en La Habana, en enero de 1959, había venido acompañada de su cortejo de fusilados, cuyas listas eran expuestas en la primera plana de los diarios de la ciudad. En las instalaciones deportivas de La Habana, la muchedumbre movilizada por los guerrilleros atronaba la sala cada vez que se anunciaba la condena de algún «torturador», y en las manifestaciones, uno de los gritos más coreado era el de «¡Paredón!». El diario Revolución publicó durante seis meses las listas de fusilados, escoltadas de las correspondientes fotografías, hasta que alguien determinó que había llegado el momento en que tales anuncios debían cesar. Por lo tanto, si bien la publicitación de los crímenes del régimen no era algo nuevo, Guevara había resucitado una imagen que el castrismo quería que se olvidara.

Con todo, muchos extremistas de izquierda se apresuraron a celebrar sus palabras, en una huida hacia delante que nada bueno presagiaba. Para numerosos intelectuales europeos, lo que el Che había admitido era nada menos que una confesión de que actuaba de buena fe. Y, en el peor de los casos, al menos en Cuba se fusilaba por el bien de la Humanidad y, sin duda, a quien se lo merecía. Prueba de ello era el reconocimiento de tales ejecuciones. Sólo con la conciencia tranquila podían admitirse hechos como aquellos.

Entre tanto, un hombre silente había decidido que su paciencia estaba colmada. El hombre que, en La Habana, seguía enviando cada mañana los sobres cerrados con las listas de los prisioneros que había que ejecutar o con las penas que había que imponer, aunque hacía cinco años que Guevara ya no dirigía la vieja cárcel española. En los cafés del París de clase media, los niños bien podían fantasear a cuenta de su héroe revolucionario y su bravuconería. Pero en la isla caribeña, hacía tiempo que al Che se le conocía como «El carnicerito de La Cabaña».
Desde su cómodo despacho de la capital cubana, un enfurecido Fidel Castro había llegado a la conclusión de que había que deshacerse de aquél tipo tan estúpido.

AMOR POR LA GUERRA

Guevara jamás hizo nada que pudiera desagradar a Castro. Apenas tomó una iniciativa que no consultase con éste o que no contase con su bendición. Su autonomía en cualquier terreno era, sin ningún género de dudas, muy limitada. Pero, naturalmente, eso no quiere decir que no fuese muy capaz de tomar decisiones de menor calado o que no pudiese adoptar medidas radicales en el sentido impuesto por Castro.
Mientras permaneció al lado de Fidel, el Che se atuvo en todo a las consignas de su jefe. En realidad, más que el héroe revolucionario creado por la propaganda, más que el rebelde impenitente en perpetuo estado de inconformismo, Guevara fue un hombre de mentalidad estalinista y, pues, de cánida lealtad al jefe.

Su crueldad estaba, desde luego, en la línea del castrismo, pero esta clase de cosas siempre llevan la huella personal de quienes las cometen. Hay un episodio muy revelador acerca de quién era el Che Guevara. Lo relató un antiguo agente norteamericano, Félix Rodríguez, a la BBC, y como tal lo transcribimos: «Hace un tiempo, una mujer se acercó a mí en París y me contó que su hijo de 15 años fue condenado a muerte por escribir en contra del gobierno de Fidel Castro. Consiguió una audiencia con el Che y le rogó que lo dejara vivir. Era viernes y la ejecución estaba prevista para el lunes. Cuando el Che le peguntó el nombre del muchacho, la mujer creyó haber salvado la vida de su hijo. El Che giró la cabeza y, dirigiéndose a sus soldados, gritó: “Al hijo de esta señora fusílenlo inmediatamente, para que su madre no tenga que esperar hasta el lunes”».

Igualmente conocido es el caso del teniente Castaño, al que el Che ordenó fusilar por dirigir la oficina de información sobre el comunismo. No había sido acusado de crimen alguno, pero Guevara ordenó matarle. Casos como este hay varias docenas.

La crueldad de Guevara no era algo desconectado de otras facetas de su personalidad. La figura del guerrillero argentino, como la de todo buen revolucionario que se precie, debe caracterizarse por un arrojo y una valentía indudables, que se expresen a través de la violencia pero que, en realidad, la deteste. Serían las condiciones objetivas de un mundo hostil las que, constriñéndoles, les exigen la aceptación de la violencia por el bien del nuevo mundo por venir. La naturaleza militarista resulta, así, algo ajeno a la verdadera dimensión del revolucionario.

Es por eso que cuesta aceptar el amor esencialista que el Che sentía por la guerra. No por la justicia de la causa que defendía o por la que combatía; ni siquiera por la necesidad de empuñar las armas en un mundo violento. Sino, exactamente, por la guerra en sí. Y, con ella, el culto a la muerte que siempre le acompañó. Algunas de sus sentencias resultan especialmente adecuadas en nuestros días para caracterizar la naturaleza del enfrentamiento que el fundamentalismo islámico propone hoy contra occidente: «Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve –y continúa, desdiciéndose de su anterior afirmación de forma inconsecuente-: a su casa, a sus lugares de diversión; hay que hacerla total».

El gusto de Guevara por la guerra lo recoge, con notable desagrado, un comunista como Neruda, estupefacto ante las palabras del argentino.

Escribió lo que Guevara le comunicó: «La guerra… la guerra… siempre estamos contra la guerra, pero cuando la hemos hecho no podemos vivir sin la guerra. En todo instante queremos volver a ella (…) yo lo escuché con sincero estupor. Para mí la guerra” –añade el poeta chileno-, “es una amenaza, y no un destino».

El castrismo, sin embargo, con su desmedido amor por los uniformes, las banderas y los desfiles, se expresa ante el mundo como uno de los últimos regímenes militaristas del globo. Durante cincuenta años, las apariciones de Castro han estado insertas permanentemente en una escenografía belicista como ningún otro sistema político lo ha hecho, y menos durante un lapso de tiempo tan prolongado. Las exhortaciones maximalistas rotuladas sobre los muros de La Habana y otras ciudades de Cuba, han reforzado la iconografía militar. La propuesta de «Patria o Muerte» sería, sin duda, satirizada si estuviésemos refiriéndonos a cualquier otro rincón del globo bajo un sistema ideológico distinto; pero eso, en Cuba, parece lo más natural.

Guevara llegó al gusto por la guerra desde el odio; y por la misma razón es por lo que el régimen cubano mantiene el militarismo tan presente en su vida cotidiana. Hay, sin duda, una decisión consciente en el mantenimiento del aspecto militar durante tantos años. Aunque esta militarización ha sido compartida, y sigue siéndolo, con los pocos regímenes comunistas que restan en el mundo, en el caso cubano una de las razones más evidentes de tal empecinamiento es la del mantenimiento de una movilización que produzca una sensación de asfixia a cuenta de la gigantesca mentira del «bloqueo», en la que las autoridades siguen insistiendo casi cinco décadas después de su inicio.

Así, algo que no existe –el bloqueo- es utilizado para explicar convenientemente los infinitos fracasos del sistema. Cada carencia es achacada al bloqueo; cada error, cada falla, se debe sin duda al bloqueo. De este modo, el castrismo puede seguir agitando un antinorteamericanismo que, pese a su infinita vulgaridad, sigue resultando seductor en algunas partes del mundo, entre las que se cuenta Europa.

Evidentemente, lo que el régimen pretende sugerir en último término es la viabilidad del sistema económico cubano. Los Estados Unidos habrían impedido tal eventualidad con su cerril actitud, que situaría a Cuba en una posición de clara desventaja con respecto al resto del mundo. La verdad es, como en tantas otras cosas del castrismo, justamente la contraria. La economía cubana es un absoluto desastre, hasta el punto de resultar prácticamente inviable según los estándares del mundo occidental, y si se ha mantenido a flote hasta los años noventa ha sido gracias a la ayuda de la Unión Soviética y de los países del este de Europa. Durante décadas, un intercambio enormemente desigual ha permitido sobrevalorar el azúcar cubano, que cambiaba por petróleo a los países comunistas. Es decir, que la coyuntura internacional ha resultado sumamente beneficiosa para la isla, sin que el cacareado “bloqueo” (en realidad, el embargo oficial de EEUU) haya incidido, por el contrario, de forma apreciable en sentido negativo.

Por increíble que parezca, los pregoneros del castrismo consiguen audiencia frente a toda evidencia, y el propio pueblo cubano apenas cae en la cuenta de cómo es posible que, en las condiciones de un bloqueo, Cuba haya podido enviar miles de soldados allende sus fronteras durante largos años. Mientras los cubanos odien (al menos oficialmente) al enemigo del norte, están demasiado ocupados como para reparar en las múltiples inconsecuencias de sus gobernantes.

Guevara era bien consciente del poder del odio sobre los hombres. En el caso de la ideología marxista, es claro que se trata de un motor decisivo. Pero el Che supo sintetizar la función de un sentimiento como ése: «Un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal». Convertía ese odio en necesidad, cuando se refería a su presencia en el alma de los combatientes: «el odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar».

Por eso, si otras razones no fueran lo bastante relevantes, no era una especial brutalidad –ni tampoco su arrojo revolucionario- lo que podía malquistar a Guevara con el líder cubano. Fue, justamente, cuando el Che se salió del papel que tan bien sabía representar, el de fiel sicario, cuando Castro comenzó a considerar que el hombre le sería de más provecho fuera de Cuba que en la isla.

ANALFABETO EN MARXISMO

Guevara hasta entonces había sido un poco de todo. Aventurero, guerrillero, ministro, carcelero, verdugo…con más suerte en unos desempeños que en otros, desde luego. Pero en todos ellos había dirigido los asuntos con el celo comunista que era de suponer, aunque con un pericia muchas veces lamentable. Baste considerar que un hombre de su limitadísima formación desempeñó el cargo de director del Banco Nacional de Cuba. Al respecto, el propio Che solía contar divertido una anécdota bien significativa:

Apenas habían transcurrido unos meses del triunfo de la revolución. En los primeros días, como en una olla común, se agrupaban miembros de distintas corrientes en el seno del movimiento revolucionario, muchos de ellos opuestos al comunismo. Especialmente los dirigentes de la oposición en las ciudades que, independientemente de la guerrilla de Castro en las montañas, protagonizaban actos de resistencia contra el régimen de Batista. Aunque en un principio Castro pretendió sumar a todos –con el obvio propósito de deshacerse de ellos cuando fuera posible, como así sucedió-, poco a poco fueron puestos fuera de la circulación.

En una de las sesiones celebradas por los castristas en el poder, Fidel decidió que le había llegado el turno a Felipe Pazos, al frente hasta entonces del Banco Nacional pero opuesto a las medidas que pretendía imponer la dirección marxista. Así que Castro preguntó a los presentes si había algún economista en la sala. Su obvia intención era averiguar si alguien quería hacerse cargo del puesto.

Decididamente, el Che alzó el brazo; nadie más lo hizo. Así es como Guevara fue nombrado director del Banco de Cuba ¿El Che economista? Más tarde, él mismo explicaría que «Yo había entendido que Fidel preguntaba: ¿hay algún comunista en la sala?». Así se hacían las cosas en la Cuba de 1959, y así siguieron durante bastante más tiempo. Huelga reseñar el estado en que Guevara dejó el Banco Nacional.

Pero tampoco fue su notable incompetencia administrativa lo que terminó de alejarle de Castro. De hecho, puede que las medidas que tomó Guevara rayaran la debilidad mental, pero no las tomaba al margen de Castro. En realidad, buena parte de los desafueros característicos de la impericia castrista se deben a la más absoluta ignorancia por parte de los guerrilleros devenidos en gobernantes. Si los opositores urbanos a Batista se hubieran impuesto en el seno del movimiento revolucionario, la sociedad cubana habría sido, sin duda, muy diferente; y, júzguese como se quiera desde el punto de vista ideológico, en todo caso sus dirigentes habrían mostrado niveles de competencia profesional muy superiores.

Los guerrilleros eran, en su inmensa mayoría, unos analfabetos funcionales. Incluso el marxismo que profesaban era increíblemente primitivo. El propio Guevara apenas sabía nada de marxismo, aunque su osadía en este terreno, como en otros, le facultaba enmendarle la plana al propio Lenin: «Es esta una revolución singular en la que algunos han querido ver un desajuste con respecto a una de las premisas de lo más ortodoxo del movimiento revolucionario, expresada por Lenin así: “Sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario”. Convendría decir que la teoría revolucionaria, como expresión de una verdad social, está por encima de cualquier enunciado; es decir, que la revolución puede hacerse si se interpreta correctamente la realidad histórica y se utilizan correctamente las fuerzas históricas que intervienen en ella, aun sin conocer la teoría».
Castro, cuya ambigüedad a la hora de definirse en el terreno ideológico es improbable que fuese deliberada, aún era más inexperto. Cuando manifestase su compromiso con el marxismo-leninismo, en su aproximación a la Unión Soviética, protagonizaría cierto episodio memorable, al proclamar su admiración por la revolución soviética ante la delegación de la URSS presente y su condición de discípulo de la misma, exaltando la obra de John Reed, Diez días que conmovieron al mundo, ¡sin ni siquiera saber que era una obra prohibida en la URSS! Por lo demás, Castro jamás leyó El Capital, aunque tampoco parece que lo haya pretendido nunca.

Es probable que Castro se hubiera echado en brazos de la URSS de igual modo pero la política norteamericana acerca de la isla precipitó los acontecimientos y revalorizó el componente marxista existente en sus propias filas, entre ellos la figura del Che. Sin embargo, el verdadero elemento que cohesionó a los revolucionarios triunfantes fue su condición de guerrilleros. Para el castrismo, era preferible un combatiente de Sierra Maestra completamente profano en materia política que un competente resistente urbano. De este modo, los opositores a Batista de las ciudades eran vistos con abierta desconfianza por los guerrilleros y, en consecuencia, se los exponía en los combates de primera línea a fin de que el enemigo los quitase de en medio. Tanto Ramos Latour como Frank País, líderes urbanos de la oposición a la dictadura, fueron eliminados de este modo, después de haber dejado claras sus escasas simpatías por el comunismo. Para Castro lo decisivo no era su condición de anticomunistas, sino el que se trataba de verdaderos líderes de una facción del movimiento que no podía controlar.

A despecho de su pretendida rebeldía psicosomática, el Che se convirtió en un fiel guardián de la banda de los Castro. Pero la búsqueda de un anclaje para su odio, venía de lejos. Desde sus comienzos como revolucionario veneraba a Stalin con resuelta incondicionalidad. Escasamente imaginativo, firmaba sus cartas familiares como «Stalin II». Con respecto al modelo originario, lamentaba su desaparición con enternecedoras consideraciones acerca del “viejo y llorado camarada Stalin”. Y más tarde afirmaría que «quien no haya leído los catorce tomos de Stalin no puede considerarse del todo comunista» (lo cual le dejaba a él mismo en una incómoda situación por cuanto, con toda probabilidad, jamás los leyó).

El Che, tanto en su pretensión de rebasar a Lenin en el papel de teórico como en su adoración por Stalin, alcanzaba extremos sumamente cómicos.
El propósito del Che de llevar a Cuba por la senda del comunismo es indudable, tanto como su manifiesta inconsistencia ideológica. Lejos de ser un ideólogo –pese a sus intentos en tal sentido-, era considerablemente ignorante en materia política. Desde el primer momento proclamó su adhesión a un revolucionarismo que nada tenía de romántico, como ya hemos visto en el caso de su veneración estalinista. En plena controversia con uno de los líderes del movimiento urbano contra Batista –que más tarde sería muerto en la lucha guerrillera-, el Che resumía su postura de forma inequívoca: «Pertenezco, por mi preparación ideológica, a los que creen que la solución de los problemas del mundo está detrás de la llamada cortina de hierro».

El radicalismo anti-estadounidense supuso el ingreso de Cuba en el campo comunista, pero tal posicionamiento llevó su tiempo. Para Fidel, el acercamiento a la Unión Soviética era una solución al problema creado, pero en ningún caso el objetivo que perseguía desde el principio, pese a que proclamara lo contrario a finales de 1961. En cierto sentido, Guevara tenía razón cuando afirmaba que la revolución cubana terminaría siendo marxista incluso si carecía de aparato teórico; sólo que él situaba este proceso como una necesidad histórica –exactamente lo que no era- en lugar de interpretarlo como una salida racional devenida del propio proceso desencadenado por la guerrilla.

Frecuentemente se ignora que el Fulgencio Batista contra quien se rebelaron los guerrilleros, había gobernado con el apoyo del Partido Socialista Popular (el partido comunista); y que, en esa formación, había militado Raúl Castro, número dos del régimen y quien incluso había estado de visita en Moscú. Guevara confiaba en que el indeciso Fidel terminaría decantándose por el marxismo, y siempre creyó que él había desempeñado un papel de primer orden en el acercamiento de Fidel al marxismo y, por tanto, en la definición del sistema como marxista-leninista.

Originariamente, el Che había considerado a Fidel como líder de una formación burguesa de izquierdas llamado a efectuar una revolución de clase que desalojara a los poderes «feudales». Pero la realidad, como pudieron comprobar tanto el propio Guevara como sus revolucionarios acompañantes, es que sólo Castro decidía en qué sentido caminar. Un buen indicio lo constituyó el que echara mano de los hombres del PSP nada más entrar en La Habana en enero de 1959. Posiblemente Castro lo hizo por tratarse de los únicos capaces de manejar la situación frente a los resistentes burgueses de la capital. Pero, para Guevara, fue señal suficiente.

Y en eso, como en otras cosas, Guevara se equivocaba. El único propósito de Castro era asentar su poder personal. Que podría ampliarse, como mucho, a su hermano, único superviviente de la guerrilla originaria. La cobertura ideológica era, y sigue siéndolo, una simple excusa de lo que no tiene otro objeto sino la permanencia en el poder del clan Castro Ruz. Lo que, por supuesto, no quiere decir que el régimen no sea comunista. Todo lo contrario. Si un sistema de poder como el castrismo se ha podido consolidar ha sido, precisamente, gracias al marxismo-leninismo. Pero lo cierto es que el Partido Comunista no existió en Cuba hasta 1976. Y es significativo que Castro sólo a partir de entonces ocupara todas las funciones oficiales correspondientes.

Ese sistema de poder absoluto se cimentó no sólo sobre la liquidación de los antiguos combatientes urbanos contra Batista, sino también en la eliminación de los compañeros de la guerrilla de Sierra Maestra. Sucesivamente, y por motivos de lo más diverso, lo cierto es que fueron cayendo Camilo Cienfuegos, Huber Matos y Ernesto Che Guevara. Para finales de 1959, los dos primeros habían desaparecido de escena. El tercero tardaría un poco más en hacerlo.

EL «CHINO» DE LA HABANA

Guevara, al presentarse a sí mismo como el ala radical del régimen, se había situado en un terreno reconocible y que, además, apuntaba hacia el futuro de Cuba. El enconamiento de las relaciones cubano-norteamericanas sin duda le favorecía. La invasión de Bahía Cochinos en abril de 1961 –una verdadera chapuza- fue el momento álgido en el desarrollo del enfrentamiento y marcó un punto de inflexión en la admisión del carácter socialista del castrismo. El fácil triunfo del ejército cubano sobre los invasores enardeció al régimen, y le dispuso a encarar desprovisto de complejos a su poderoso vecino norteño.

Tanto avanzó el castrismo en ese sentido que, un año y medio más tarde, cuando en octubre de 1962 se produjo la crisis de los misiles que situó a la Humanidad ante la terrible posibilidad del desastre nuclear, los cubanos, lejos de arredrarse, presionaron a Kruschev para atacar las ciudades de los Estados Unidos. Castro envió una carta al secretario general del PCUS a fin de realizar «un ataque preventivo» sobre el territorio del gigante norteamericano. Kruschev, atónito ante la petición de Castro, se reunió con el presidente Kennedy y solucionó el asunto de modo diplomático, retirando los misiles de Cuba a cambio de una irrisoria contrapartida norteamericana que le permitiera salvar la cara, lo que implicó dar de lado a Castro. Éste se sintió traicionado y reclamó el mantenimiento de los misiles en Cuba. Su orgullo herido llegó hasta el punto de que organizó manifestaciones multitudinarias en las que las masas (de modo espontáneo, desde luego) coreaban: «Nikita, mariquita, lo que se da no se quita». La locura parecía haberse apoderado de la isla; si tal ataque hubiera tenido efecto, como deseaban Castro y Guevara, es posible que la vida sobre el planeta hubiera desaparecido; pero es seguro que en Cuba no hubieran sobrevivido ni los lagartos.

Lo cierto es que, desde antes de 1964, pese a su respaldo incondicional del castrismo, Guevara se convirtió en un estorbo para el régimen. A su salida de tono en la Asamblea de las Naciones Unidas del 11 de diciembre de ese año a la que nos hemos referido más arriba, hay que añadir su posterior derrota. Guevara, ausente de Cuba la mayor parte del tiempo, trató de convertirse en una especie de embajador volante de la revolución en el mundo. Había prodigado elogios a todos los dirigentes de los países socialistas del mundo, desde Kim-Il-Sung, constructor de una genuina pesadilla orwelliana en Corea del Norte, hasta el último sátrapa del poder soviético en Europa oriental. Su entusiasmo por las tiranías marxistas no parecía conocer límites; pero tanta efusión de felicidad terminó por crearle problemas dentro de la propia Cuba.

Ya con anterioridad a la crisis de los misiles, Guevara había dejado ver su proclividad al modelo chino frente al soviético; igualmente, la postura china con respecto al resto del mundo socialista le parecía más correcta que la de los soviéticos, quienes mantenían con ellos unas relaciones de carácter más abiertamente paternal que propiamente revolucionario. Además, la URSS hacía años que había entrado en un proceso de «revisionismo» en referencia a su pasado que, sin duda, no era del agrado del Che. Pero, después del otoño de 1962, los motivos para afrentar a la URSS estaban claros: Kruschev había dejado en la estacada a Cuba en su enfrentamiento con los Estados Unidos y, en último término, la opinión de los cubanos –en cuyo suelo, en definitiva estaban instalados los misiles causa de la fricción- no se tuvo en cuenta.

La actitud de la Unión Soviética con respecto a los norteamericanos empeoró, al menos desde el punto de vista de un aventurero como Guevara, en los siguientes meses, y dio paso a que pudiera hablarse de «coexistencia pacífica» entre ambas potencias en lo que, para el Che, no era sino una manifiesta traición al mundo socialista por parte de Moscú. Aquél que acuñara la idea de que había que «crear dos, tres, muchos Vietnam» no podía avenirse a ningún tipo de acuerdo con el satánico explotador capitalista de los pueblos oprimidos. La extensión de la revolución por todo el orbe era evidentemente incompatible con la idea de compartir el mundo de modo pacífico.

Lo malo de este asunto es que Cuba necesitaba la ayuda de los soviéticos para sobrevivir. La maquinaria del Este, los asesores militares, los consejeros económicos, el petróleo y un sinfín de materias primas de las que una pequeña isla como Cuba carecía por completo. Naturalmente, Fidel sabía que nada podía hacer sin los soviéticos, así que más valía tragarse el orgullo ante los desplantes que Moscú pudiera hacerles y seguir adelante. Para Castro, los sueños revolucionarios habían concluido, y era llegado el tiempo de seguir una evolución que consolidase el régimen y su maltrecha economía. Guevara, desde luego, había quedado fuera de juego, en el tiempo y en el espacio.

Por eso, cuando en la gira que emprendió a fines de 1964 visitó Pekín y se entrevistó con un Mao resuelto a lanzar su brutal «Revolución Cultural» lo antes posible, la prensa cubana silenció el viaje. El Che se entusiasmó con las ideas del «Gran Timonel», con las que se identificaba plenamente, ideas que habían causado decenas de millones de muertos. Decididamente, prefería la compañía de los revolucionarios tercermundistas a su despacho en el Ministerio de Industria. Fidel, para quien las giras de Guevara se habían convertido en una absurda molestia que alcanzaba el hartazgo, no le quería ni en el Ministerio ni de tour. Y menos, cultivando la amistad de los adversarios de Moscú.

Guevara escenificó el cénit de los despropósitos en su visita a Argel en febrero de 1965. Allí, ante una audiencia compuesta por representantes de los países socialistas y los no-alineados, criticó abiertamente la política de «coexistencia pacífica» que habían puesto en marcha los soviéticos y por la que, por esas fechas y tras la deposición de Kruschev el año anterior y el ascenso de Leónidas Brezhnev, apostaba resueltamente la Unión Soviética. Guevara, dejándose llevar por sus impulsos personales y por su particular visión del futuro y de la ideología marxista, predicó la revolución permanente utilizando una censura sin disimulos de la política adoptada por la URSS y los países del Pacto de Varsovia.

«El desarrollo de los países que comienzan ahora el camino de liberación, debe costar a los países socialistas (…) los países socialistas tienen el deber moral de liquidar su complicidad tácita con los países explotadores de occidente»

La consecuencia inmediata fue la protesta del embajador soviético en La Habana, que entregó una carta del Kremlin en la que se le conminaba a Castro a poner freno a su compañero de armas. Naturalmente, los deseos de Moscú eran órdenes para Castro.

Guevara se había quedado solo. Ya no tenía audiencia ni entre los soviéticos ni entre los cubanos. Su primitivismo marxista le había llevado a una evaluación errónea de la situación. En realidad, frente a lo que él sostenía, la URSS no estaba considerando hacer ningún tipo de concesiones a los occidentales; pero era cada día más evidente que las previsiones de Kruschev de sobrepasar la producción y los niveles de vida de Estados Unidos se revelaban ridículas. La carrera de armamentos representaba un inmenso lastre para Moscú, como el propio Brezhnev no tardaría en reconocer; en ese terreno, los comunistas jamás podrían dar alcance a los norteamericanos, de modo que lo mejor era no empeñarse en seguir tal dirección. La estrella ascendente de la política exterior soviética, Andrei Gromiko, incluso estimaba que la distensión era una magnífica baza para extender el comunismo por el mundo; pero Guevara no quería enterarse o, simplemente, no podía.

La política de coexistencia pacífica puesta en marcha por Moscú era lo contrario de que lo que Guevara suponía. Para éste, se trataba de una renuncia soviética a la revolución mundial; una traición, pues, a los principios revolucionarios de Octubre. Este análisis, revela el primitivismo de las concepciones del Che. En realidad, la política de la coexistencia pacífica era una necesidad soviética tanto como una táctica renovada y adecuada a las necesidades históricas. En esa misma línea, a fines de los setenta, los norteamericanos se dieron cuenta de que la distensión estaba haciendo más por la difusión del comunismo en el mundo que todas las bravatas militaristas o que la política de rostro ceñudo. La adopción de una línea política que no presupusiese el estallido de una conflagración mundial al menor roce, podía no ser del gusto de los matones tipo Guevara, pero se estaba revelando letal para los intereses occidentales y particularmente, estadounidenses.

El clan Castro había perdido la paciencia. Tras la protesta soviética, el Che fue convocado a La Habana. Apenas desembarcado en el aeropuerto, fue sometido a una larga reunión con los dirigentes del Gobierno entre los que, por supuesto, se encontraban Fidel y Raúl Castro. Éste último hacía tiempo que deseaba saldar una deuda con el Che por cuanto el argentino había venido dejando de lado a los viejos comunistas prosoviéticos del PSP. Los principales responsables cubanos estaban impacientes por deshacerse de él. Así que ese mismo 14 de marzo de 1965, Guevara fue despedido sin miramientos.

En La Habana se sabía de su postura a favor de China, lo que le indisponía con algunos sectores del gobierno muy influyentes, dado que perjudicaba tan notoriamente las relaciones exteriores de Cuba con el bloque del Este y, singularmente, con la Unión Soviética. Se había llegado a especular con que Guevara fuera nombrado ministro de exteriores de Cuba en su calidad de embajador de la revolución, porque se suponía que su imagen serviría para potenciar a Cuba en el mundo; pero su postura pública en favor de China lo había impedido. En especial, Raúl Castro tenía muy serias reservas acerca de él, y le había llegado a acusar abiertamente y delante de testigos de ser «prochino» con todo lo que ello representaba en la Cuba de 1964.

Lo que había acontecido a su vuelta de Argel no lo sabremos nunca, ya que se ha mantenido en silencio hasta el día de hoy. Tenemos una versión bastante plausible, proporcionada por Benigno, uno de los compañeros de Guevara: «El Che fue acusado de trotskista y de pro chino. Regresando de Argelia sé que hubo una conversación muy fuerte entre él y Fidel, en la que salió muy disgustado, que lo llevó a irse para Tope de Collantes como una semana, con unos ataques de asma muy fuertes. Lo sé por el compañero Argudín, uno de los guardaespaldas personales de él. Argudín está en sus funciones de guardaespaldas. A mí me lo platica porque él y yo somos compañeros de la escolta y yo estaba ausente y él me dice: “Coño, estoy preocupado” “¿Qué pasa?” “Oí una bronca muy fuerte entre Fifo y el Che”. Y entonces le digo “¿Y de qué era?” Dice: “Estaban discutiendo de la política china y estaban discutiendo de otro líder soviético”, porque él era semianalfabeto. Entonces yo empecé a mencionarle algunos líderes. Me dice: “No, uno que ya está muerto. Es ese que le dicen Trostky y entonces le dijeron al Che que él era trotskista. Se lo dijo Raúl. Raúl es el que le dice que es un trotskista, que estaba claro que con sus ideas él era un trotskista.” Argudín me dice que el Che se para muy violento, como con ganas de irse arriba de Raúl y le dice a Raúl: “Eres un estúpido, un estúpido.” Dice que le repitió la palabra estúpido tres veces y de ahí él mira para Fidel, según Argudín, y Fidel no tiene respuesta. O sea, calla. Otorga. Y al ver aquella actitud sale molesto, tira la puerta y se va. Y ahí, a los pocos días, viene la decisión, así, prematuramente, de irse al Congo»

Aunque Guevara era una figura de gran peso, Raúl Castro tenía buenas razones para estar enfadado. Mientras el Che paseaba su condición de rebelde por el mundo, malquistando a los soviéticos con Cuba, él tenía que andar de gira por el bloque europeo del Este para apaciguar a los gobiernos comunistas locales, e incluso acudir a Moscú en dos ocasiones en el espacio de pocas semanas. Es más que posible que Raúl diera rienda suelta a una animadversión personal hacia el Che, pero no es menos cierto que Guevara había obligado a modificar la política de Fidel, que consistía en la medida de lo posible en mantener un pretendido equilibrio entre la URSS y China. Ahora, la torpeza del Che les había obligado a pronunciarse, y ambos estaban muy molestos.

A Guevara se le mostró el camino de salida. Debía renunciar a todos sus cargos en el Gobierno cubano, a su condición de ministro, de comandante e incluso a su ciudadanía cubana. Obediente como siempre y sin rechistar, Guevara así lo hizo, dejando además a Castro la posibilidad de contribuir a la redacción de la carta de despedida que se leería públicamente en octubre de 1965 en su nombre. Guevara se había dado cuenta de que había cometido unos cuantos errores políticos, y debía purgarlos. En consecuencia, Castro anunció que «el comandante Guevara siempre estará allí donde pueda ser más útil a la revolución». O sea, lejos de Cuba, al fin.

EXILIADO EN ÁFRICA Y BOLIVIA

Así pues, los últimos pasos de Guevara contribuyeron a su alejamiento del movimiento comunista liderado por la Unión Soviética. Moscú, con toda la razón, consideraba que lo de Guevara era puro aventurerismo, de una naturaleza que podía arruinar el proceso revolucionario mundial. Puede que la figura de Guevara se haya beneficiado de su alejamiento de la URSS en aquellos años, pero no deberíamos olvidar que huyó de Moscú para acercarse a Pekín y que, en Cuba, los compañeros de partido le conocían hacía tiempo como «el chino».

El Che marchó a África, que ya conocía, en parte por propia decisión y en parte destinado allí por Fidel. Hay quien dice que el propósito de Castro era el de alejarle de Argentina, que se había convertido en su obsesión en los últimos tiempos; y que, de este modo, confiaba en salvarle la vida, pues la policía argentina no era lo mismo que los soldados congoleños. Pudiera ser, pero no es muy factible. Consta que a Castro, pese a lo que más tarde se ha pretendido, no le produjo un gran dolor separarse de Guevara, algo que ya habían pactado desde siempre y que ahora se volvía perentorio.

Castro, en efecto, lo envió al Congo, y así se lo hizo saber a los soviéticos. Estos no pusieron objeción alguna, probablemente porque, por un lado, tenían que mantener su presencia en África para no perder en la competición con los chinos, y por otro porque, seguramente, confiaba en que el Che no tenía nada que hacer allí. También para la URSS, como para Castro, despojado del poder político Guevara no era más que un figurón sin importancia real.

En Cuba, Castro se deslindaba públicamente del Che. En un discurso en julio de 1965, en Santa Clara, bajo un apabullante calor tropical, mantuvo a sus oyentes en vilo al contradecir lo que hasta entonces había venido sosteniendo el Che Guevara: frente a las recompensas materiales características del capitalismo, el socialismo guevariano proponía un plan de estímulos morales. Ahora Castro le escupía en pleno rostro:
«Ni métodos idealistas que conciban el total de los hombres guiados disciplinadamente por los conceptos del deber, porque en la realidad de la vida no podemos pensar en eso…; ni tampoco aquellos caminos que buscan, por encima de todo, despertar en el hombre el egoísmo…Absurdo sería que intentáramos que la gran masa de hombres que se ganan el pan cortando caña fuesen cada uno de ellos a hacer el máximo esfuerzo diciéndoles que han de hacerlo por un deber, independientemente de si gana más o si gana menos.»

Por si esto fuera poco, Fidel se mostró poco después partidario del «desarrollo y la administración local», algo sobre lo que Guevara se había venido pronunciando en contra; y a principios de octubre, tras leer la carta que había dejado Guevara como despedida, postergó a los más cercanos colaboradores del Che, en una inequívoca toma de postura al respecto. No dejó ni a uno solo.

Guevara, sin embargo, no se dio por vencido, aunque lo estaba. Hizo algunas declaraciones en distintos medios, en particular en una revista egipcia y en una uruguaya en la que rechazó el discurso de Castro, en forma de ataque oblicuo al criticar a los yugoslavos por dar preeminencia a los estímulos materiales para la producción, por propiciar la participación obrera en la determinación de los salarios y por el reparto de utilidades.

Estaba hablándole a Castro. Además, aprovechó para poner en claro un par de cuestiones ideológicas: los yugoslavos se equivocaban en su censura del estalinismo. Así, pues, seguía sosteniendo la postura china en contra del revisionismo soviético y del yugoslavo, que coincidían en este aspecto.
Pero había algo más en la postura de Guevara. A través de sus comentarios quiere remarcar el hecho de que la revolución está entrando en un callejón sin salida. El proceso revolucionario no consiste en emplear los mismos instrumentos que el capitalismo a través de otra ordenación de las cosas, sino en producir el «hombre nuevo». De modo que esto hace inútil todo debate; el error estriba en mantener el mismo hombre aunque se cambie el proceso productivo, las relaciones de producción o los medios de producción. Ese ha sido el fracaso soviético y allí donde los chinos están triunfando, según Guevara. El énfasis maoísta en crear un nuevo hombre es la vía correcta; el igualitarismo extremo que predica el maoísmo, el sentido último de la revolución maoísta y que desembocará en la terrible revolución cultural un año más tarde. Sólo los chinos están percibiendo los procesos como son en realidad; quienes reclaman el surgimiento del hombre nuevo son los implacablemente realistas, al contrario de lo que pretenden los soviéticos y sus amigos. En la medida en la que el comunismo va renunciando a la utopía, renuncia a sí mismo. No hay, pues, más remedio que construir esa utopía, que pronto devendrá en infierno.

«Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer el hombre nuevo. De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de movilización de las masas. Ese instrumento debe ser de índole moral, fundamentalmente, sin olvidar una correcta utilización del estímulo material, sobre todo de naturaleza social. Como ya dije, en momentos de extremo peligro es fácil potenciar los estímulos morales: para mantener su vigencia, es necesario el desarrollo de una conciencia en la que los valores adquieran categorías nuevas.»

El ascendente de Guevara en materia ideológica no era muy marcado, pero incluso su liderazgo guerrillero se vino abajo tras su expedición al Congo; allí comprendió que los africanos no eran cubanos, ni soviéticos, ni chinos. Las coordenadas ideológicas en las que se movían distaban mucho de lo que podían imaginar en La Habana. Para empezar, no tenían moral de lucha, y tan pronto manifestaban un ansia de combate inflamada como se venían abajo inopinadamente. Guevara enfermó de fiebres y se le reprodujo el asma. Geopolíticamente, no pintaba nada en el Congo, y Castro decidió que lo mejor era que volviese; en cuanto sus hombres supieron que su estrella estaba declinando en Cuba y que aquella misión carecía de sentido, la autoridad del Che sobre ellos se desvaneció.

Pero el Che no quería volver a Cuba, y durante meses se refugió en la embajada cubana de Dar es Salaam. Un poco más tarde, volaría a Praga; allí se entrevistó con enviados de Castro y en marzo de 1966 decidió marchar a Bolivia, desde donde promovería su sueño: la revolución latinoamericana. Trataba de evitar volver a Cuba, pero finalmente decidió descansar allí unas semanas, para lo que ingresó en un sanatorio. Quizá Castro pensó que ello le disuadiría de marchar a Bolivia, pero no fue así en absoluto. Bolivia era, según Castro, un empeño absurdo; el PC boliviano desaconsejaba la aventura, máxime teniendo en cuenta su adscripción prosoviética, poco proclive a Guevara.

Por detrás se jugaba una partida en la que Guevara era un convidado de piedra. Los soviéticos se habían comprometido ante los estadounidenses a mantener sus manos alejadas de Sudamérica, a cambio de que se les permitiese competir en África con China sin interferencias. De visita en Washington, Kosiguin –primer ministro soviético- recibió una reprimenda de parte del presidente Johnson por causa de las actividades de Guevara en Bolivia. Así que el 26 de julio se presentó en La Habana para transmitir su malestar a Castro; pese a todos los intentos de ocultar las actividades del Che, todo el mundo estaba al tanto de sus propósitos (Guevara era un verdadero maniático del secretismo). Kosiguin amenazó con suspender la ayuda a Cuba si Castro seguía permitiendo que sus hombres exportaran la revolución por el mundo. Una cosa era África; y otra, muy distinta, meter las narices en América.

Pero, en realidad, la situación hacia la que se dirigía Guevara era muy complicada. Todo el mundo sabía que Bolivia no era el mejor país para iniciar una lucha de guerrillas; Castro, por supuesto, y el Che, igualmente. En Bolivia había tenido lugar en los años 50 una reforma agraria que hacía decir a Guevara: «Yo estuve en Bolivia, conozco Bolivia y es muy difícil hacer la lucha guerrillera en Bolivia. Ha habido reforma agraria y esos indios no creo que se sumen a la lucha guerrillera; por eso ustedes tienen que ayudar a la lucha en otros países».

Sin embargo, el Che apareció por allí, y los bolivianos, que eran poco proclives a los chinos, no terminaron de decidirse a ayudarle; hasta el momento, Cuba se había inmiscuido en los asuntos de los camaradas de Colombia, de Venezuela, Perú, Argentina y Guatemala, aunque no en los suyos. Pero la URSS sostenía al PCB con 50.000 dólares mensuales –una cantidad notable-, y además el partido boliviano tenía una nula simpatía por la acciones guerrilleras. Y, sobre todo, los bolivianos se sintieron engañados por los cubanos, que les habían hecho creer que la tarea de Guevara no era la de crear un foco insurgente en el país, sino solamente una plataforma transitoria que le permitiera volver a su país argentino.
Guevara, que había fracasado en África, pretendía reeditar en Bolivia la lucha guerrillera en forma de creación de focos rebeldes. Pero la situación no era la más adecuada, y el Che terminó allí sus días. Lo de menos es la peripecia final. El Partido Comunista boliviano tenía su propia estrategia, que consistía en fomentar una alianza de tono moderado entre los proletarios, los campesinos y la pequeña burguesía. La irrupción de una guerrilla en el marco de un país razonablemente pacífico y en el que la reforma agraria había dejado satisfechos a los campesinos, no resultaba nada conveniente. Cuando Guevara ignoró la política del Partido Comunista boliviano, se vio, a su vez, ignorado por los campesinos; ni uno solo se sumó a sus filas.

El Che Guevara fracasó en su empeño –no sólo en Bolivia-. Fue un estalinista hasta el final de sus días, como lo había sido en su temprana juventud. Ideológicamente evolucionó muy poco, si es que algo, mostrándose siempre partidario de soluciones primitivas, acordes con la simpleza de sus planteamientos. Guevara estaba cegado por un antiamericanismo primario, y nunca supo –ni quiso- superarlo. En realidad, era un dogmático que simplemente pretendió una adecuación de la realidad a la ideología.

EL MITO DEL CHE

La construcción del mito del Che Guevara fue posible gracias a su muerte. Es innegable que el Che era visto bajo la luz de un cierto romanticismo ya en vida, y que era considerado una especie de héroe rojo; pero nunca hubiera alcanzado las alturas a las que se elevó de no haber sido por su final en combate, si bien Guevara no fue un héroe, sino un guerrillero, un torturador, un carcelero y un asesino. Seguramente, también un falsario, pues existen parcelas de su vida que no aún no han sido convenientemente aclaradas; pero que, al parecer, pudieran haber sido inventadas. Aunque, visto el derrotero posterior del personaje, sea lo de menos.

El mito de Guevara es un asunto que interesa a la izquierda en general, porque el Che se ha convertido en una suerte de mascarón de proa de sus ensoñaciones, en un pasaporte al reconocimiento de la nobleza de sus propias intenciones. Pero Guevara no era el libertario que pretenden, el espíritu juvenil y rebelde que nunca debiera envejecer y en el que reverbera lo mejor de las intenciones y el altruismo humano. Guevara fue un guerrillero que no dudó en asesinar y en torturar y que se comportó con una notable crueldad toda su vida. Guevara utilizaba la injusticia como palanca para conseguir sus fines ideológicos, no para mejorar el destino de sus congéneres.

Así, cuando decidió ir a Bolivia, no se felicitó por que en ese país se hubiera llevado a cabo una reforma agraria a favor de los campesinos, sino que lo lamentó profundamente por impedir el cumplimiento de sus planes. Del mismo modo, Guevara acopló la realidad a sus planes: «los trabajadores cubanos deben acostumbrarse poco a poco a un régimen de colectivismo. De ninguna manera los trabajadores tienen derecho a hacer huelga». Para él, la defensa del trabajador no significaba nada sino que, en la tradición leninista, el sindicato era una correa de transmisión del partido en el mundo laboral.

El norteamericano -y simpatizante castrista- Herbert Matthews trazó un esbozo de Guevara, al que conoció largamente, de la siguiente manera: «hasta en la vida diaria era una figura de leyenda, no real del todo, aislado de la realidad, no humano del todo. Eso puede que explique por qué uno se sentía incómodo cuando estaba con él. Sus ideas, si se siguen criterios normales y pragmáticos, eran falsas, carentes de cualquier sentido práctico a incluso fuera de moda. Para la sociedad existente, eran destructivas».

El distanciamiento de Guevara del régimen soviético no le convirtió en un heterodoxo de la lucha por la justicia, en un fuera de la ley, en un francotirador generoso y altruista, sino que le identificó con el régimen chino, que a esas alturas era mucho más inhumano que el moscovita. Lo que Guevara buscaba en Pekín era la pureza ideológica, también en su faceta de brutalidad, de inhumanidad, de barbarie. Guevara, a quien no espantó la cantidad de muertos producida por el Gran Salto Adelante, se adhirió entusiasmado a los presupuestos de la Revolución Cultural. Para él, al fin y al cabo marxista, el fin justificaba los medios.

Guevara se movió en un tablero en el que él no era más que una pieza que unos y otros movían a conveniencia. Terminó al margen de la revolución que él mismo había contribuido a imponer sobre Cuba y siendo una molestia para sus propios aliados, compinches y amigos. Terminó incluso al margen de la historia, desplazado por los acontecimientos, que le arrumbaron a los márgenes de la política de su tiempo. Su muerte se convirtió en una bendición para aquellos que deseaban librarse de él. Que, al final, eran casi todos.
Fernando Paz Cristóbal
Razón Española, Nº 178, marzo-abril 2013.