Ricardo Guelbenzu Morte
Plaza Nueva nº 780, 1 de octubre 2008
No es un problema semántico, cuando nos referimos a la derecha o al centro derecha. La sola denominación de derecha, tiene en nuestras latitudes unas connotaciones muy negativas, y así muy poca gente se reclama de derechas, ya que todavía pesa mucho nuestra historia reciente. Menos aceptación tiene todavía el término conservador, ya que parece que es él que se opone a todo tipo de cambio, pero si miramos sin prejuicios, comprobamos que existe una determinada ideología conservadora desde fines del siglo XVII y que toma forma en torno al gran debate sobre la Revolución Francesa.
En este caso no estamos ante un mero reflejo reaccionario sino, bien al contrario, frente a una forma distinta de hacer las cosas, de conducir el cambio, aquélla que se basa en la desconfianza en la pura razón, en el apego a la experiencia, en la reivindicación de los valores forjados a lo largo de la historia común y en la defensa de la excelencia, como mejor manera de evaluar los esfuerzos de las personas.
Cualquier debate político se desenvuelve en un contexto determinado, así mientras en EE.UU el marco de referencia lo han establecido los republicanos -después de muchos años de batallar, incluso fuera del sistema en ocasiones- allí los demócratas casi siempre juegan a la contra. En el caso español sucede lo contrario, los marcos de discusión política los ha marcado siempre la izquierda desde la transición, y la derecha continua a remolque, careciendo en muchos casos de la visualización de un discurso propio.
Tras el Franquismo, la derecha se encontraba desorientada, desenraizada de la tradición ilustrada y liberal, de los siglos XVIII, XIX y primeras décadas del XX. En los primeros pasos de la Transición trató de hacerse perdonar sus mayores o menores complicidades con la Dictadura y en algunos casos aún sin complicidades, quisieron abandonar su condición de derecha, por estar mal vista por la mayoría ciudadana.
Por todo lo anterior, se vio obligada a inventarse el Centro, término ambiguo y de difícil definición, ya que de forma expresa se renuncia a ser algo, al situar la identidad de uno, al albur de los extremos de los demás. Resignándose a no tener una ideología propia, para limitarse a mantener una actitud conciliadora ante las cosas.
Tras la Transición la derecha española intentó conformar un gran partido político reuniendo a grupos distintos. El pragmatismo se impuso, y con él, el talante conservador que trató de frenar los procesos de cambio dirigidos por los socialistas, al tiempo que buscaba la construcción de una imagen de modernidad. Aquél pragmatismo conservador, garantizó al Partido Socialista cuatro legislaturas al frente del Gobierno, a pesar de su lenta agonía final.
Una vez en el poder, el Partido Popular cambió. La gestión económica la dirigió desde una perspectiva liberal, dando paso a una época de gran prosperidad, reconocida por todos. Tuvo una fuerte impronta en el PP la lucha contra el Terrorismo enmarcada en la crisis vasca, que obligó a los populares a hacer una reflexión profunda sobre los principios morales de los derechos y de las libertades. Que les retrotrajo, quizás inconscientemente, a unas raíces ilustradas y liberales. El PP se convirtió en un partido liberal-conservador, al tiempo que se reclamó español, en su plena significación constitucional.
Ese es el PP que logró la mayoría absoluta cuatro años después, el que comenzó a poner en entredicho los fundamentos de la cultura política de referencia, la socialista, el que se hizo portavoz de una renacida y renovada tradición liberal-conservadora. Desde los centros de opinión de la izquierda se produjo una fortísima campaña de descrédito del PP, apoyada en los fallos y en los excesos arrogantes que da toda mayoría absoluta. Pero lo cierto es que por primera vez en muchos años la derecha estuvo en condiciones de convertirse en un referente ideológico.
Después de dos derrotas electorales, el discurso tuvo que adaptarlo a una parte del electorado que no aceptó posturas vistas por muchos como maniqueas y poco argumentadas. Desde la cúpula del PP se plantearon un nuevo giro, como en los años de la Transición, apostando por un talante conservador -tratar de limitar el cambio- revestido de centro, que aboga por poner sordina a su ideología, como mejor manera, de llegar al poder. Mantiene la derecha ciertos rasgos que recuerdan un tipo nuevo de caciquismo español, igualmente lo podemos ver en la izquierda, que se han desarrollado alrededor de las Autonomías, con muchas prebendas que defender a nivel local.
El pragmatismo se ha impuesto con la renuncia a la defensa de su propia ideología, con la adaptación a una realidad, de mayoría de medios de comunicación adversos y proclives a los socialistas. Se imponen las consignas desde el aparato, como manera de intentar hacerse con el poder, relegando los aspectos ideológicos, que tan necesarios son para alcanzar a medio / largo plazo la preeminencia cultural. Dejar de lado, la batalla de las ideas y de los valores, es un error estratégico que de confirmarse la derecha lo pagará muy caro.
No hay que hacer cualquier cosa para ganar el poder, como hace la izquierda con alianzas, si es necesario con los nacionalistas de derecha, los radicales de todo tipo e incluso con los islamistas. Para ganar una mayoría social, es necesario defender: los valores del trabajo, a la autoridad, al mérito, la responsabilidad individual, la libre competencia y la preparación real para la apertura al mundo, todas ellas ideas que deben orientar la futura acción de gobierno. No hay que dejar huérfanos a los votantes, ya que estos dan su voto para que las cosas cambien, y no para que todos hagan la misma política o una muy parecida.
Rajoy aspira a que el PP sea votado, por gente que no defienda el grueso de su ideología y para ello intenta bajar el perfil. Como reacción ZP saca toda su artillería con la extensión de derechos, sic (republicanismo cívico), como el aborto o el suicidio asistido, y parte de los muertos del 36 para volver a poner de manifiesto el carácter derechoso del PP, no como cuartada ante la crisis, sino como desmarque estratégico necesario para mantener la mayoría social.
La crisis económica está acompañada de una fuerte crisis política de fondo. Necesitamos una reforma positiva de la Constitución para dejar de estar continuamente a la defensiva con los nacionalistas. Hoy sabemos después de 30 años, que las sucesivas concesiones a los nacionalistas, pensando en apaciguarlos, no han solucionado nada sino por el contrario se han ido envalentonando cada vez más. A los nacionalismos periféricos no se les puede convencer, hoy no se puede resolver el tema, tan sólo debemos soportarlos en unos términos más justos y aceptables. Los actuales son de escándalo, por la desproporcionada representación política que siempre reciben del partido mayoritario, que los necesita para gobernar.
Lógicamente el PP debería ofrecer a ZP los votos necesarios para que no sufra el chantaje del PSC y del resto de nacionalistas en el debate Presupuestario, y con el resto de sus diputados confrontar los diferentes enfoques de las medidas, tanto para la salida de la crisis, como de las políticas de fondo, y así, sí se ganarán a indecisos, siendo claros en las ideas y pragmáticos en aplicar la política cotidiana.