Suárez como mito

Suárez como mito

Iñaki Iriarte López

El reciente fallecimiento del ex presidente del gobierno Adolfo Suárez ha provocado una multitud de elogios hacia su figura. “El coraje hecho persona”, “un hombre bueno e inteligente”, “artífice de la España democrática”, “el más firme defensor de los valores del diálogo y el consenso”. Incluso el díscolo presidente de una Generalitat decidida a escindirse de España ha coincidido en ese panegírico colectivo: “se atrevió, se arriesgó y se quemó o le quemaron: Hoy echamos a faltar los valores y el arrojo del presidente Suárez”.

Es verdad que en España hablar mal de los muertos no está bien visto. Acaso sea la consecuencia de muchos siglos de catolicismo. Puesto que los muertos han de ser juzgados por Dios, la actitud más piadosa pasa por silenciar sus defectos y ensalzar sus virtudes. Parece, además, que nuestro país siente debilidad por los perdedores. Los extranjeros siempre nos han visto como un pueblo quijotesco y sentimental y acaso no anden tan descaminados. Nos da la impresión de que hay algo intrínsecamente noble en ser derrotado y que quien pierde los barcos se debe a que mantuvo intacta su honra. En cualquier caso, llama mucho la atención ese consenso tan amplio a la hora de glosar la obra de Suárez, en unos momentos en los que los consensos se han vuelto tan infrecuentes en la política española.

No está de más recordar que, mientras se mantuvo activo en la vida pública, Suárez fue juzgado de manera muy diferente. Muchos –y no sólo sus adversarios políticos- vieron en él un personaje ambicioso y astuto, muy consciente de su atractivo físico, algo ampuloso al hablar, propenso a rodearse de secundarios mediocres –muchos de los cuales, a la postre, lo traicionarían-. La izquierda nunca le perdonó el haber sido Secretario General del Movimiento. La derecha el que se desentendiera de liderarla, abandonándola como una heredad indigna y que, en cambio, se inventara eso del “centrismo” (que venía a ser una manera de llamarse de derechas sin tener que pasar por el mal trago de ser relacionado con el franquismo). Suárez fue una especie de equilibrista: hábil a la hora de mantenerse en el alambre, pero condenado a caerse en algún momento. Construía alianzas con rapidez, pero carentes de la suficiente fortaleza. Así, en marzo de 1979 gana las elecciones generales a siete escaños de la mayoría absoluta; menos de dos años después tiene que dimitir abandonado por la mayoría de los suyos. Ruiz Soroa lo ha comparado acertadamente con el príncipe descrito por Maquiavelo -un tipo de político que tiene muy poco que ver con la idea que tiene la gente de ser maquiavélico-: tenía virtud (audacia, inteligencia, astucia, ambición, prudencia, oportunidad), pero ésta no fue suficiente como para ponerlo al abrigo de los embates de la fortuna. Su mérito –viene a decir el propio Ruiz Soroa- se cifra básicamente en que su afán de gloria coincidió durante unos años decisivos con el interés de España.

En realidad, en el fondo, lo de menos es si Suarez fue o no ese gran estadista que los columnistas han descrito los últimos días. Necesitaremos medio siglo más para juzgarlo equitativamente y todavía entonces su figura será objeto de opiniones muy dispares. Lo verdaderamente significativo es la manera en que la sociedad española se ha volcado en halagar al ex presidente. Suárez ha sido elevado con celeridad a la categoría de mito debido a nuestra urgente necesidad de contar con la imagen de un político honrado, capaz de articular consensos, de liderar e ilusionar al país, de ofrecerle un proyecto de vida en común que enganche a la gran mayoría. Lo hemos convertido inconscientemente en el artífice de un contrato social, precisamente en un momento en que se empiezan a manifestar –violentamente- los primeros síntomas del proceso de desagregación social al que, me temo, estamos abocados. Es una sociedad sin esperanzas, descentrada, que se resquebraja, en la que comienzan a aflorar la irracionalidad y el odio, que considera la política un sinónimo de corrupción, que desconfía de sus gobernantes y abandona sus calles en manos de extremistas, la que mira con añoranza la figura de un político a quien ha convertido en un compendio de las virtudes que necesita.