Memorias con esperanza. Cardenal Fernando Sebastián

Redacción EL DEBATE 12 febrero 2017

 

En su libro Memorias con esperanza (Ediciones Encuentro), el cardenal Fernando Sebastián recuerda a sus 87 años cómo en su intensa vida pública y religiosa tuvo ocasión de colaborar al buen fin de la Transición y a mantener la presencia de la Iglesia en España. El texto que sigue es una parte significativa de su relato.

“Tengo la impresión de que actualmente se ha olvidado un poco la aportación de la Iglesia al advenimiento pacifico de la democracia en España. La renovación conciliar nos ayudó a los católi­cos españoles a apoyar decididamente el establecimiento de una sociedad libre y abierta, respetuosa con las libertades políticas, culturales y religiosas de todos, sin privilegios de ninguna clase. Los españoles tenemos que agradecer al Concilio [Vaticano II] una doctrina de moral social y política que nos preparó para la vida democrática. La transición la impulsaron y la hicieron ciertamente lo políticos. Pero no conviene olvidar que la mayoría de ellos eran cristianos y actuaron con espíritu cristiano, con estima y respeto de la libertad, con un deseo sincero de reconciliación y de paz. Se puede decir con justicia que en el proceso pacífico y reconciliador de la transición tuvo una parte decisiva no precisamente la Iglesia oficial, sino la conciencia y las buenas disposiciones morales de los católicos españoles, tanto de los que actuaban en primera fila como de la mayoría de los ciudadanos que apoyaron con su voto la llamada a la reconciliación y la paz.

Se puede decir con justicia que en el proceso pacífico y reconciliador de la transición tuvo una parte decisiva no precisamente la Iglesia oficial, sino la conciencia y las buenas disposiciones morales de los católicos españoles

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CARDENAL FERNANDO SEBASTIÁN | MEMORIAS CON ESPERANZA | EDICIONES ENCUENTRO | MADRID | 2016 | 469 PÁGINAS

En este proceso no faltaron presiones y acusaciones de la derecha más dura, muchos de ellos también católicos, en contra de los obispos, por apoyar y defender la libertad de todos. El núcleo duro del franquismo no podía ver con buenos ojos la postura abierta y acogedora de la Iglesia. Ellos pretendían perpetuar la situación vivida en la posguerra, sin advertir que aquella situación favorecía la división y el enfrentamiento ideológico y político en­tre los españoles. Desde mucho antes, la Iglesia se había abierto a la acogida de todos, por encima de sus diferencias políticas. Era la única manera de ser fiel al Evangelio y de actuar como Madre de todos, siendo signo e instrumento de reconciliación y de paz. En las asociaciones y movimientos cristianos se formaron muchos ciudadanos que luego fueron dirigentes o militantes de asociaciones vecinales, sindicales y políticas. Por eso ahora resulta anacrónico e injusto seguir manteniendo las viejas sospechas contra la Iglesia como enemiga de la democracia. Ni tiene tampoco ningún fundamento que algunos políticos sigan proponiendo la denuncia de los Acuerdos con la Santa Sede como una necesidad política. ¿Qué ganaría la sociedad española con esta denuncia? Los cató­licos españoles hemos aprendido a convivir con los no católicos, pero parece que a los laicistas les está costando un poco más apren­der a convivir con nosotros en libertad y justicia.”

“El camino hacia la democracia comenzó en España mucho antes de lo que algunos piensan. Momento clave fue la celebración en Munich del IV Congreso del Movimiento Europeo, lo que la prensa oficial llamó «El Contubernio de Munich». En junio de 1962 se reunieron en la capital de Baviera un centenar de políticos españoles, 118 exactamente. Allí estaban todas las tendencias políticas, menos los comunistas que, sin embargo, enviaron a dos observadores. En aquellos días, los políticos participantes se comprometieron a colaborar para la implantación de un régimen democrático y representativo en España, sin violencias ni represalias de ninguna clase. (…) Allí apareció el espíritu de reconciliación que más tarde hizo posible la transición política. Unos cuantos de aquellos políticos eran democristianos y yo en distintas ocasiones tuve relación con varios de ellos.

Los políticos participantes en el el IV Congreso del Movimiento Europeo celebrado en Munich se comprometieron a colaborar para la implantación de un régimen democrático y representativo en España, sin violencias ni represalias de ninguna clase

Hasta el momento de mi ordenación sacerdotal, yo había vivido en el franquismo ingenuamente, sin crítica. Me sorprendieron las primeras críticas que escuché en Cataluña. Cuando fui a estudiar a Roma y luego a Francia y Lovaina comencé a pensar que la situa­ción política española tenía que cambiar. Comprendí que la recon­ciliación entre los españoles y la estabilidad política de nuestro país requerían el reconocimiento de los derechos políticos de todos los ciudadanos, superando definitivamente los enfrentamientos de la guerra civil, las incompatibilidades entre derechas e izquierdas, monárquicos y republicanos, católicos y laicistas, centralistas y separatistas. Desde entonces veía con claridad que la Iglesia, sin alinearse políticamente con nadie, tenía que favor­ecer el advenimiento de un orden político nuevo en el que se liquidaran las consecuencias de la guerra civil, se reconocieran.

Desde 1955, yo no estaba conforme con el sistema franquista por razones éticas, por coherencia con las enseñanzas de los Papas, por atención a los represaliados y excluidos a causa de sus ideas políticas o religiosas. Seguía pensando que el Alzamiento del 36, por desgracia, había sido inevitable en contra del desgo­bierno, de la inseguridad, de la inminente revolución bolchevique. Pero me parecía que el orden político resultante no podía ser definitivo y tenía que dejar paso a una verdadera democracia en la que todos los españoles pudiéramos vivir en paz con las mismas obligaciones y los mismos derechos. Mi manera de pen­sar era común entre los clérigos jóvenes. Muchos jóvenes sacerd­otes habíamos terminado nuestros estudios en Roma o en otras universidades europeas. En aquellos años eran pocos los jóvenes universitarios que podían salir a estudiar fuera de España. En cambio los sacerdotes, diocesanos o religiosos, lo teníamos más fácil, pues teníamos el apoyo de nuestras instituciones respectivas. Este hecho fue decisivo para la renovación doctrinal y práctica de la Iglesia de España. También en la visión política de nuestra sociedad los derechos políticos de todos y todos pudiéramos vivir y convivir en paz y en libertad. Además de ser un acto de justicia, esta actitud reconciliadora y pacificadora de la Iglesia era imprescin­dible para recuperar nuestra credibilidad y nuestra capacidad de evangelización ante los vencidos de la guerra civil que eran prác­ticamente la mitad de los españoles.

La actitud reconciliadora y pacificadora de la Iglesia era imprescin­dible para recuperar nuestra credibilidad y nuestra capacidad de evangelización ante los vencidos de la guerra civil

La influencia del Concilio fue determinante en las actitudes de los católicos y en la actuación de la Iglesia en aquellos momentos decisivos para la historia de España. En los últimos años del franquismo, los curas jóvenes y los cristianos más avisados estábamos convencidos de que la Iglesia tenía que despegarse del régimen, independizarse de toda opción política y favorecer por razones éticas y morales la reconciliación de los españoles y el pleno reconocimiento de las libertades y derechos políticos de todos los ciudadanos. También es cierto que buena parte de los sacerdotes más veteranos seguían siendo partidarios de la confesionalidad del Estado y del régimen de Franco, mientras un buen número de clérigos y religiosos jóvenes se sentían atraídos por el socialismo y hasta por los partidos izquierda radical, pensando que su acción política favorecería la justicia social y el bien de los más pobres. Con frecuencia desde la Iglesia idealizamos la política, tanto la de derechas como la de izquierdas, sin darnos cuenta de que la sacralización de la política perturba la vida de la Iglesia y altera gravemente la vida política de la sociedad.

Una mentalidad cristiana correcta pide una clara distinción entre la vida de la Iglesia y las instituciones políticas. La Iglesia responde a la voluntad de Dios y a la centralidad de Jesucristo como Cabeza y Salvador de la humanidad; mientras que la política es una realidad mundana hecha por hombres para ordenar los asuntos comunes de la convivencia terrena. El cristianismo niega el carácter divino de los soberanos, seculariza la política, relativiza las instituciones temporales. En política todo es deficiente y mudable. Solo Dios es absoluto. Solo Dios salva.

El cristianismo niega el carácter divino de los soberanos, seculariza la política, relativiza las instituciones temporales. En política todo es deficiente y mudable

Aun así no se puede decir, como se ha dicho recientemente desde alguna tribuna importante, que la Iglesia «tiene que ser neutral en política». Una cosa es que deba mantenerse libre de cualquier disciplina o de cualquier institución política, y otra que tenga que mantenerse neutral. No todas las opciones políticas son igualmente recomendables desde el punto de vista moral. Las decisiones políticas de ciudadanos y dirigentes son acciones libres y tienen que ser conformes a la ley moral objetiva, en concreto a las exigencias del bien común integral y de la caridad social. La Iglesia, en el terreno de los principios, tiene que estar siempre a favor de las políticas más morales, más favorables para el bien común integral de las personas, de las familias, de todos ciudadanos y especialmente de los más necesitados. No todo es igual en política.”

“Para eliminar distancias y clarificar malentendidos era necesario establecer contactos con los partidos políticos y con sus dirigentes. No era cosa fácil, porque los políticos, sobre todo los de izquierdas, tenían que moverse en la clandestinidad. El cardenal [Vicente Enrique y Tarancón], con la ayuda de  [José María] Martín Patino [secretario suyo], se vio con los más significativos. Antes de haber sido legalizado el Partido Comunista,  se entrevistó con Santiago Carrillo en un colegió de religiosas a las afueras de Madrid, por la carretera de La Coruña. Recuerdo que era invierno, seguramente en enero o febrero de 1976; hacía un día malísimo, con lluvia y viento racheado.  D. Vicente quiso que le acompañásemos Patino y yo. Él fue por su cuenta al Colegio donde iba a ser la entrevista. Nosotros habíamos quedado en encontrarnos con nuestros interlocutores en la parte de atrás de una gasolinera. Patino y yo llegamos primero, esperamos unos minutos y enseguida llegó Carrillo con dos acompañantes, Alfonso Carlos Comín y Manuel Azcárate. El primero era un conocido publicista católico afiliado al Partido Comunista. El segundo era un leonés, miembro de la directiva nacional del Partido. Seguimos nuestro camino hasta el Colegio y ellos nos siguieron. La conversación fue fácil y afable. Pasados los saludos y agradecimientos de rigor, el cardenal explicó la postura de la Iglesia ante la nueva situación: la Iglesia quería vivir libremente sin ninguna adscripción política, queríamos favorecer la reconciliación de los españoles y el reconocimiento de la libertad y de los derechos políticos de todos los ciudadanos, estábamos dispuestos a colaborar sinceramente con las instituciones políticas para el bien de todos. Carrillo nos explicó cómo su partido quería ser laico pero no anticlerical ni anticristiano. Apeló al ejemplo de Comín, quien, a pesar de ser católico notorio, no había encontrado ninguna dificultad en el Partido. Recuerdo que nos dijo que el PSOE era bastante más anticlerical que PCE. Eran las conveniencias del momento. Meses más tarde, cuando estaba ya en marcha la redacción de la Constitución, Patino y yo nos vimos de nuevo con él y le explicamos cuál era la redacción del artículo 16 [sobre libertad religiosa] que nos parecía más justa y conveniente. Carrillo nos aseguró que su partido apoyaría esa redacción. Cumplió su promesa, él personalmente defendió en el Congreso la mención explícita de la Iglesia católica, que los socialistas no querían aceptar.

Carrillo nos aseguró que la redacción del artículo 16 [sobre libertad religiosa] de la nueva Constitución. Cumplió su promesa, él personalmente defendió en el Congreso la mención explícita de la Iglesia católica, que los socialistas no querían aceptar

Varías semanas más tarde nos vimos con Felipe González. Le acompañaban Alfonso Guerra y Javier Solana. En aquellos momentos todos veíamos con claridad que había que poner por delante de todo un deseo eficaz de encuentro y colaboración. Era momento de reconocernos todos y de aceptarnos unos a otros un marco nuevo de convivencia. Este planteamiento, tan de sentido común, resultaba enormemente innovador en la historia España. Obispos y dirigentes socialistas no habían conversado directamente nunca. Por parte de la Iglesia la postura era siempre misma, queríamos ajustarnos decididamente a las enseñanzas del Vaticano II, no queríamos privilegios de ninguna clase, nos bastaba con un reconocimiento amplio de la libertad religiosa y el apoyo que pudiera corresponder a la Iglesia por sus servicios al bien común, en igualdad de condiciones con otras posibles confesiones u organizaciones. En aquellos momentos, los dirigentes socialistas aceptaban estos planteamientos sin ninguna dificultad. Ahora, por desgracia, estamos viendo cómo las raíces anticlericales del PSOE siguen vivas y rebrotan de vez en cuando. No acabamos de superar los resabios anticlericales. Es verdad que el clericalismo ha sido fuerte entre nosotros. Pero hace ya casi cincuenta años que han cambiado las cosas. A pesar de lo cual nuestras izquierdas siguen empeñadas en imponer lo que llaman el «Estado laico», con un laicismo excluyente y antirreligioso que es claramente anticonstitucional. La tentación del laicismo excluyente atenta contra la claridad democrática de nuestra sociedad. Las restricciones a la plena libertad religiosa de los ciudadanos son un déficit en democracia.”

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“Tuvimos también que tratar con el Gobierno socialista la modificación del calendario laboral. Los criterios de Bruselas nos obligaban a reducir el número de fiestas laborales que había en España, la mayoría de carácter religioso. No podía haber más de catorce días festivos a lo largo del año. En los Acuerdos con la Santa Sede, el Gobierno se comprometía a actuar en esta cuestión de acuerdo con la Conferencia Episcopal. Esta tarea resultó muy laboriosa. Teníamos criterios bastante dispares. Al Gobierno no le importaba suprimir fiestas religiosas con tal de racionalizar un poco el calendario y de meter fiestas nuevas de naturaleza civil, como el Día de la Constitución o el Día de las Autonomías. Pusieron mucho empeño en declarar festivos los días de Jueves y Viernes Santo, para dar lugar a las vacaciones de primavera. En compensación nosotros teníamos que trasladar a otros tantos domingos casi todas las fiestas religiosas, Ascensión, Corpus Christi. Nos negamos absolutamente a tocar el día de la Inmaculada. Para no tener que modificar la fiesta del Corpus Christi les ofrecimos trasladar la de Epifanía al primer domingo después del 1 de enero. No nos lo aceptaron. El Gobierno, antes de respondernos, había consultado a la CEOE y los empresarios no quisieron que se tocara el día de Reyes. Poderoso caballero es Don Dinero.

Tuvimos también que tratar con el Gobierno socialista la modificación del calendario laboral. Los criterios de Bruselas nos obligaban a reducir el número de fiestas laborales que había en España, la mayoría de carácter religioso

 Pronto me di cuenta de que el Gobierno del PSOE, con calma y prudencia, comenzaba a manifestar su tendencia hacia la secularización de la sociedad y de la vida de los españoles. No actuaban directamente contra la Iglesia pero sí favorecían cualquier cosa que significase un paso hacia la privatización de la fe y de la religión, a favor del secularismo y de la laicización de la vida. Los gobernantes eran hombres prudentes y sabían que en este camino no podían ir muy deprisa. Habíamos tenido unos años de buenas relaciones en los que parecía que podríamos superar las antiguas desavenencias. En los tiempos de la transición era fácil estar de acuerdo en algunas cosas importantes, respeto a los derechos y libertades de todos los ciudadanos, respeto a la libertad religiosa, igualdad de todos ante la ley, reconciliación de todos los españo­les, libertad política y justicia social para todos. Pero la verdad es que cuando llegaron al poder vimos con claridad que nuestros criterios y nuestros objetivos eran muy diferentes, y a veces incompatibles. Algunas palabras importantes, como libertad, bien común, no significaban lo mismo para ellos y para los cristianos. Y no podía ser de otra manera, pues la tradición del Socialismo español es una tradición no cristiana y profundamente laica. En varias ocasiones señalé estos incipientes pasos del Gobierno socialista hacia la secularización de la sociedad. No era éste el sentir muchos, incluso dentro de la Iglesia. En el año 1983, el Club Siglo XXI, entonces muy activo, me invitó a pronunciar una conferencia sobre la situación y los objetivos de la Iglesia. Yo acepté. Desde la dirección del Club pedían a los conferenciantes enviásemos el texto de nuestra conferencia con quince días de antelación con el fin de preparar la edición de la conferencia y poder repartirla a los asistentes. Yo cumplí el plazo de envío, la conferencia se imprimió, pero el texto no se repartió. Alguien desde algún despacho del Gobierno lo había prohibido.”

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“Desde sus inicios, el Partido Socialista ha tenido gran interés en controlar la enseñanza y configurarla a su manera. En los años de la transición, la propaganda a favor de la escuela pública, única y laica fue muy intensa. En la redacción de la Constitución se alcanzaron unos consensos importantes que reconocen el derecho de los padres a decidir el signo de la educación de sus hijos y el derecho también de las instituciones sociales a intervenir en esta tarea de la educación. El artículo 27 [sobre libertad de enseñanza] fue objeto de muchos contactos y de una cuidadosa elaboración. Desde entonces las cosas no han sido fáciles porque el PSOE ha manifestado siempre su deseo de hacer de la enseñanza un servicio público excluyendo o reduciendo todo lo posible la intervención de la iniciativa social. Mientras yo fui secretario [de la Conferencia Episcopal], el ministro de Educación y Ciencia era D. José María Maravall. El presidente de la Comisión Episcopal de Enseñanza era D. Elías Yañes. Soy testigo de lo mucho que trabajó para conseguir un estatuto razonable de la enseñanza católica. Con una gran paciencia presentaba una y otra vez sus sugerencias y peticiones ante la Administración hasta ir aproximando las posiciones. Tengo la impresión de que no hemos valorado suficientemente lo que se consiguió en este campo. Hubo también dificultades dentro de la propia Iglesia. Todavía hoy, desde algunas posiciones de izquierda, siguen amenazando a la enseñanza concertada. No tienen sentido de la libertad ni del valor de la iniciativa social”.


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