Ricardo Guelbenzu
abril 2010
Europa es un continente con problemas de fondo, económicos, estratégicos, diplomáticos y demográficos. A lo largo del siglo que entra, todos ellos tienen todo el aspecto de ir agravándose. Y bajo todos ellos subyace un problema común, que es el que los alimenta e impulsa hacia abajo. Y es que el problema europeo es moral e intelectual.
Europa es cada vez más relativista. Los europeos piensan cada vez más que nada es verdadero; que si lo es, no lo podemos conocer; y que si lo podemos conocer, no podemos comunicarlo, por resultar intolerante. Cada vez más los europeos reducen su discurso político y moral a sentimientos, emociones o figuras poéticas. Un paseo por los discursos de Zapatero puede mostrar cómo es en España donde se sitúa la vanguardia de este relativismo intelectual y moral.
La primera consecuencia de ello es que el europeo es cada vez más subjetivista; la verdad pasa a ser algo meramente subjetivo. Y en relación a la moral y la política, el bien depende también de cada cual. El discurso en nombre de la tolerancia y el respeto no hace sino alimentar este nihilismo cultural; para ser tolerante no hay que pensar ni creer en la verdad, sino pensar y creer en «mi» verdad.
Pero esta forma de pensar es contraria al espíritu europeo, y en última instancia negadora del pluralismo político. Éste necesita de conciencias libres, con principios y valores fuertes, que se pongan en discusión en la vida pública. No es cierto que cada cual deba dejar sus principios morales en casa; precisamente deben abrirlos a los demás con libertad y respeto. Esta combinación de respeto a la verdad y libertad para buscarla es el fundamento último de la cultura y la democracia europeas.
La primera consecuencia de este relativismo la estamos viviendo ya: puesto que los europeos no creen que su cultura merezca ser defendida, tienden a ceder ante cualquier extremista con fuerza suficiente para forzarla. El islamismo tiene cada vez más fuerza ideológica en Europa y el parlamentarismo, el pluralismo político y la democracia son cada vez más débiles. Este choque entre una creencia sólida y una falta de creencias sólo puede tener un resultado: sin creer en nada, sin tomarse en serio el futuro de sus hijos, los europeos están dejando cada vez más el continente en manos de una sharia futura. De seguir así las cosas, Europa acabará siendo Europeistán.
En segundo lugar, si la verdad y el bien se limitan ya a lo que cada uno de nosotros piense de ellos, entonces la razón política y el discurso intelectual acabarán por reducirse a razón instrumental; cortoplacista, manipuladora, propagandística. Hoy el deterioro de la calidad democrática en Europa es ya un hecho derivado de este relativismo. En nombre de la tolerancia, la democracia y la paz, este relativismo irá sofocando toda disidencia moral o política en la conciencia humana. El embrión lo vemos ya: en la España de Zapatero, cualquiera que tenga opiniones distintas a la de la mayoría social o parlamentaria, es acusado de intolerante, de fascista o de reaccionario, aunque las opiniones sean escrupulosamente respetuosas con la mejor tradición parlamentaria y democrática europea. Europa va camino de convertirse en un «Gran Hermano» dominado por una divinización de lo público-estatal.
Si los europeos creen que vaciando a sus hijos de cualquier creencia los harán libres, estarán facilitando que cualquiera de estas dos ideologías, la estatal-totalitaria o la islámico-totalitaria, ocupen el vacío. El problema europeo que conviene afrontar cuanto antes es cómo defender la herencia de la filosofía griega, del pensamiento jurídico romano, de la moral judeocristiana. Porque lo que está en juego es la alternativa entre libertad y servidumbre.