La libertad

La libertad, en dos conceptos

Por Fernando R. Genovés
 19 de julio de 2006

Entendamos bien desde un primer momento la naturaleza y el alcance de nuestro asunto. No es cuestión de resumir el significado de la libertad en dos palabras. La cuestión, más bien, es diferenciar entre los usos del término. Y es que en nombre de la libertad se cometen tremendas tropelías y aun se justifica todo género de despotismos y tiranías. Isaiah Berlin ha dejado establecido, a la sazón, dos sentidos precisos de la libertad que nunca deben confundirse ni solaparse.

Desgraciadamente, el gran filósofo político e historiador de las ideas Isaiah Berlin (1909-1997) no es suficientemente conocido ni reconocido en los ámbitos hispánicos del pensamiento y la cultura, ni siquiera en aquellos de raigambre genuinamente liberal. Acaso el estilo fríamente depurado de la exposición analítica de sus trabajos y las maneras de gentleman que siempre exhibió hayan resultado a la postre demasiado ajenos e inalcanzables para los ojos y el paladar de una tradición cultural como la que entre nosotros está instalada desde hace siglos, inclinada más hacia lo apasionado y visceral, lo espiritual y trascendente, lo poético y literario, que hacia lo analítico y riguroso, lo práctico e inmanente, lo científico y filosófico.

Este filósofo impasible, venido de la fría y septentrional ciudad de Riga, por entonces perteneciente al Imperio Ruso, este estudioso disciplinado y meticuloso, quien, debido a su apariencia discreta y circunspecta, podría ser tomado fácilmente por agente del MI-6, fue el primer Prize Fellowship de origen judío aceptado en el seno del All Souls College de Oxford (1932). Los nazis afilaban por entonces sus cuchillos y lenguas con el objeto de hacerse con todo el poder en Alemania y, una vez en él, emplearse a fondo en las labores de liberticidio y barbarie para las que estaban tan bien dotados. Todo aquello, sin embargo, provoca una sensación de dejà vu en un hombre como Berlin, quien junto a su familia fue testigo directo de la Revolución Bolchevique en San Petersburgo (denominada en aquel tiempo Petrogrado; más tarde, Leningrado), jaula de la que logra huir para instalarse en Inglaterra.

El primer trabajo importante que sale de sus manos es una biografía intelectual de Karl Marx publicada en 1939, obra con la que sanciona la definitiva despedida de la madre patria rusa y el comienzo de una obra intelectual y académica muy meritoria que tendrá un principal y sólido argumento: la libertad individual.

La libertad es noción que puede ser abordada desde ángulos insospechados; ser tocada por manos muy sucias y cantada por coros poco celestiales; recibir adjetivos y apodos inapropiados que, no obstante, la sazonen o endulcen, según los gustos; y ser, en suma, festejada en homenajes falsarios y cargada con un sinfín de penosos tributos e impuestos revolucionarios varios, en cuyo caso pasa a convertirse sin remedio en un subterfugio, un objeto temible o un arma arrojadiza. Sea como fuere, lo cierto y claro es que, en sentido estricto, libertad no hay más que una: la libertad del individuo.

Para definir las cosas con rigor y comprenderlas sin malentendidos ni tergiversaciones conviene cotejarlas con sus contrarios. Por esta razón es aconsejable confrontar al menos dos conceptos de la libertad. Pues bien, bajo ese preciso título escribe Berlin en 1958 uno de sus textos más célebres, presentado en forma de conferencia en la Universidad de Oxford, durante la ceremonia en que fue nombrado profesor de Filosofía Política y Social. El texto del discurso aparece publicado generalmente junto a otros ensayos de similar temática, y se incluye una introducción del autor encabezada, precisamente, por una cita de Benjamin Constant correspondiente a Del espíritu de conquista.

Tal citación no es casual en absoluto. Tampoco significa un reconocimiento genérico y vago de deuda intelectual para con el gran teórico francés de origen suizo, sino algo más directo y definidor: la justa constatación de que Berlin continúa y desarrolla en la práctica el discurso liberal de Constant, y muy en particular la distinción que ofrece entre libertad de los antiguos y libertad de los modernos, que desde Berlin es conocida también como distinción entre libertad «negativa» y libertad «positiva».

No nos confundamos con los términos. La libertad «negativa», o la libertad de, es la liberal. Se denomina «negativa» no tanto porque represente lo que con ella uno adquiere cuanto por lo que con ella se restringe; principalmente, la coacción. Uno es libre, en consecuencia, en la medida en que no es coaccionado (o es coaccionado lo menos posible): «La libertad política es, simplemente –afirma Berlin–, el ámbito en el que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros».

Para los padres del liberalismo (Berlin cita expresamente en este punto a Mill y a Constant), las exigencias de la vida social no deben jamás transformarse en servidumbres o sacrificios de los que no poder escapar. Por ello, es preciso establecer un ámbito (lo menos restringido posible) de libertad personal –un espacio vital de individualidad, intimidad, vida privada– que no pueda quebrantarse jamás bajo ningún pretexto (bajo ningún concepto de presunta libertad), por estar aquél concebido como un espacio intocable, inviolable y sagrado, legitimado por unos principios superiores: «Pueden llamarse derechos naturales, la Palabra divina, la Ley natural, las exigencias que lleva consigo la utilidad», puntualiza Berlin.
Hay, por otra parte, una idea de la libertad, inspirada en el patrón comunitario de los antiguos, según la cual el hombre es libre sólo si lo es «para» algo, viniendo a decir con ello que la libertad se debe siempre a un fin distinto al que representa su propia realización. «Libertad, ¿para qué?», preguntaba Lenin con prepotencia bolchevique. Pues muy sencillo; le gustaba escuchar: «Para servirle a usted». O a los aparatos y funcionarios del Estado a su servicio.

La libertad «positiva», al oponerse en la práctica a la noción de libertad individual, se deforma en «libertad social», en bruto crecimiento de soberanía popular, en «voluntad general», en «interés general», en «ciudadanía»; esto es: en neto Poder de algunos, en artefacto aglutinador y triturador de personas, en sujeto colectivo que, según Rousseau, «al darme a todos, no me doy a ninguno». El Todo, o la libertad para todos, lapida así materialmente al individuo, a la libertad de cada uno.

Los partidarios de la «libertad social» y del «liberalismo social», díganse liberal-socialistas o social-liberales (tanto monta), no aspiran a disminuir la autoridad ni a limitar el poder del Gobierno y el Estado, sino a ponerlos en sus manos, para administrarlos y redistribuirlos mejor…
He aquí el estándar de libertad que progresa merced a la generosa acción del Gobierno, el Estado y el negociado, opuesto al modelo de libertad que crece con la industria, el comercio y el negocio. Aquella libertad no es, en rigor, verdadera libertad –o sea, liberada de coacción y fuerza externa–, sino libertad «condicional», libertad para otra cosa. Leamos de nuevo lo que escribe Berlin:

«Lo que quieren aquellos que están dispuestos a cambiar su propia libertad de acción individual, y la de otros, por el status de su grupo y su propio status dentro de su grupo […], tales personas están dispuestas a cambiar el penoso privilegio de decidir –’el peso de la libertad’– por la paz, la comodidad y la relativa innecesariedad de tener que pensar que lleva consigo una estructura autoritaria o totalitaria».

Las dos expresiones de la libertad aquí expuestas no constituyen dos interpretaciones diferentes de un mismo concepto, sino, añade, dos actitudes propiamente divergentes e irreconciliables, dos conceptos distintos de libertad.