Iguales y diferentes

José María Ruiz Soroa

26 agosto 2015

Conviene no perder de vista que el reto del presente no es tanto el admitir que España es plurinacional como el tomar conciencia, con todas las consecuencias, de que igual o más plurinacionales son las naciones que reclaman su reconocimiento

Se ha instalado en el discurso público acerca de la reforma constitucional del sistema territorial una especie de falsa alternativa, la que pretende contraponer la exigencia de igualdad ciudadana con la constatación bastante obvia de que las partes que componen eso que llamamos España son diferentes entre sí, en algún caso muy diferentes, tanto en lo histórico como en lo político, en lo cultural como en lo institucional. Por eso, el dogma políticamente correcto de los reformistas es el de que igualdad sí… pero respetando la diferencia.

Pues bien, esa pretendida dicotomía entre igualdad y diferencia es, dicho en términos directos y claros, un error conceptual craso. Expresado semánticamente, como lo hacía Stephen Holmes en una obra clásica, basta observar que el antónimo de la igualdad no es la diferencia, sino la desigualdad. Y el contrario de la diferencia no es la igualdad sino la homogeneidad. Por lo que contraponer igualdad y diferencia como si fueran vasos comunicantes, de manera que a más de una menos de la otra, es un dislate.

Esta misma idea se puede afinar, como lo hace Luigi Ferrajoli, observando que igualdad y diferencia son conceptos que pertenecen a lenguajes diversos. El de diferencia es un término descriptivo, que hace referencia a una realidad empírica: las personas, y las regiones también, son muy diversas entre sí en muchos de sus rasgos vitales. Nada más diverso de mi yo que otro yo. Un hecho. En cambio, la igualdad que proclaman las leyes pertenece al lenguaje normativo: no pretende describir un hecho, sino prescribir un concreto tipo de trato. Cuando la ley dice que todos los ciudadanos somos iguales no pretende describir una realidad, ni pretende convertirnos de facto en seres homogéneos idénticos unos a otros, sino que enuncia un valor: a pesar de que somos de hecho diferentes, debemos ser tratados todos por igual, con arreglo a una norma universal que abstrae cualquier diferencia contingente.

Cuando la ley dice que todos los ciudadanos somos iguales no pretende describir una realidad

Tan es así que la garantía de la diferencia como hecho se encuentra, precisamente, en la igualdad como derecho: podemos ser empíricamente diferentes, ajustar nuestra vida a los valores y pautas culturales que deseemos, precisamente porque todos somos tratados por igual en lo público, sin tomar esas diferencias como criterios normativos que exigieran un trato desigual por el mero hecho de existir. Justo lo contrario de lo que sucedía en la sociedad premoderna, donde las diferencias concretas determinaban un estatus jurídico diverso.

Además, en el asunto que ahora polariza la alternativa, el de la planta territorial del país, es de observar que la diferencia que se proclama hace siempre referencia a lo colectivo, mientras que la igualdad lo hace a lo individual: la diferencia la poseen los pueblos y las tierras mientras que la igualdad es una exigencia (sobre todo y ante todo) de ciudadanía. Mientras las personas no se vean discriminadas en su estatus ciudadano básico, ningún reparo puede ponerse a cuanta diferencia quiera encontrarse en los marcos colectivos en que habitan.

¿Cómo se aplica esta distinción de planos al modelo territorial? Pues de manera bastante sencilla: las regiones, comunidades, Estados o naciones componentes de España —aplique el lector el nombre a su gusto— pueden ser todo lo diferentes que la historia o la voluntad de sus habitantes les hayan hecho, pueden tener un idioma vernáculo y un Derecho Privado o Público propio, una institucionalidad tradicional u otra: esto es un hecho que no se puede sino respetar. Pero todos sus habitantes son tratados con el criterio de la igualdad en sus derechos como ciudadanos: ninguna persona puede ostentar más o mejores derechos que otra por el solo hecho de ser vecino de uno u otro lugar. Puede ser diferente pero no puede ser privilegiado. Recuérdese que el de privilegio es un término que remite precisamente a una privata lex que ostentaban con orgullo personas o regiones distintas a los demás, y por eso fue un término prestigioso en el pasado y, sin embargo, es un término proscrito en la modernidad: la ley es igual para todos.

Una cosa es poseer un sistema institucional diverso y otra recibir un trato desigual en derechos

Un ejemplo: las provincias forales y el Reino de Navarra conservaron su diferencia fiscal en la Constitución, sobre la base de que era el sistema histórico tradicional de regular sus relaciones con la Monarquía: por eso, y por el piadoso deseo del legislador de ayudar a terminar con ETA, se reconoció en 1978 el sistema de concierto o convenio. Es una diferencia institucional, nada más. Ahora bien, al desarrollar reglamentaria y prácticamente ese sistema se ha llegado a la situación de que un ciudadano vasco/navarro dispone (a igualdad de esfuerzo fiscal) de una cifra para financiar los servicios públicos que recibe (sanidad, educación, dependencia) que es hoy ya el doble de la que dispone el ciudadano medio español, sea catalán o extremeño. Y esto es desigualdad, es privilegio. Una cosa es poseer un sistema institucional diverso por razones contingentes, otra recibir un trato desigual en derechos básicos de ciudadanía. Diverso cuanto se quiera, desigual en derechos personales y prestacionales lo mínimo posible.

Al final no hay escapatoria, el gran reto de la reforma que se anuncia es, precisamente, el de no perjudicar la igualdad ciudadana so capa de la diversidad nacional o cultural, no confundir los planos ni los órdenes distintos por donde políticamente transitan estos dos conceptos. Y, ya puestos, otro más: el de que el Estado no intente comprar la obediencia política de ciertas regiones (su integración en España) pagando el precio con la moneda de sus propias poblaciones. Angelo Panebianco ha subrayado cómo los pactos federalizantes constituyen a veces, mirados descarnadamente, poco más que un intercambio o acomodo entre dos élites políticas: la del Estado central que recibe el reconocimiento de su soberanía por la élite local, a cambio para esta de recibir la competencia absoluta y exclusiva para amoldar y aculturar a su propia población sin tener en cuenta su pluralismo constitutivo. Algo así como intercambiar soberanía por personas, un tipo de pacto que en este país nuestro han practicado contumazmente tanto PP como PSOE en su relación con las élites nacionalistas periféricas: las poblaciones concernidas son vuestras si no impugnáis el Estado.

Es irónico, hegelianamente irónico, pero quienes más invocan la diferencia o diversidad como título para desconocer la igualdad ciudadana son precisamente quienes más porfiadamente se hacen los ciegos ante la diversidad interna de su propia nación, o emprenden costosas políticas de construcción nacional para acabar con ella y lograr una sociedad culturalmente homogénea. Por eso, planteado correctamente, el reto del presente no es tanto el admitir que España es plurinacional como el tomar conciencia, con todas las consecuencias, de que igual o más plurinacionales y diversas son las naciones que reclaman su reconocimiento, por lo que no puede entregarse a las élites locales la competencia exclusiva y excluyente para reconstruirlas como si fueran densas y homogéneas bolas de billar. Ninguna sociedad moderna lo es ni puede ya llegar a serlo.