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Camboya » Los campos de exterminio
Por Daniel Rodríguez Herrera
El gobierno provietnamita instalado tras la caída de Pol Pot creó un «Museo del genocidio», cuyo nombre inspira el nuestro, donde se exponen miles de huesos de víctimas que no serán identificadas jamás.
En Camboya tuvo lugar el experimento de ingeniería social más atrevido y radical de todos los tiempos. Fue el comunismo llevado a su consecuencia lógica, a su mayor extremo. El dinero desapareció y la colectivización integral se llevó a cabo en sólo dos meses. El gobierno del Angkar duró tres años y ocho meses y sembró de cadáveres el país: alrededor de dos millones de muertos para una población total de ocho millones.
Pin Yatay, superviviente, nos cuenta que «en la Kampuchea democrática no había cárceles, ni tribunales, ni universidades, ni institutos, ni moneda, ni deporte, ni distracciones… En una jornada de veinticuatro horas no se toleraba ningún tiempo muerto. La vida cotidiana se dividía del modo siguiente: doce horas de trabajo físico, dos horas para comer, tres para el descanso y la educación, siete horas de sueño. Estábamos en un inmenso campo de concentración. Ya no había justicia. Era el Angkar el que decidía todos los actos de nuestra vida»
Pol Pot y sus jemeres rojos iniciaron en 1970 una guerra civil apoyada por el gobierno de Hô Chi Minh. Ya entonces mostraron su extrema crueldad: no sólo los prisioneros fueron maltratados y ejecutados, sino que también fueron encarcelados sus familias, reales o inventadas, monjes budistas, gente sospechosa en general, etc.. En las prisiones, los malos tratos, el hambre y las enfermedades acabaron con casi todos ellos y, desde luego, con la totalidad de los niños detenidos.
Pero ese horror en guerra no era más que el preludio de lo que llegaría desde que el 17 de abril de 1975 ésta terminó con el triunfo de Pol Pot y los suyos. La primera medida fue el desalojo de los más de 3 millones de habitantes de las ciudades, realizada inmediatamente. Esto provocó la división entre «viejos» (los campesinos de siempre) y «nuevos» (los habitantes de las ciudades reconvertidos), de los que estos últimos se llevarían la peor parte de la represión que vino más tarde.
El horror cotidiano
En las prisiones se numeraba y fotografiaba a las víctimas del Partido Comunista antes de su ejecución. Si el torso estaba desnudo, el papel con el número se sujetaba con un imperdible a la piel.
La «Kampuchea democrática» dejó en sus supervivientes una pérdida completa de valores; la supervivencia exigía la adaptación a las nuevas reglas del juego, de las cuales la primera era el desprecio a la vida humana. «Perderte no es una pérdida. Conservarte no es de ninguna utilidad», según rezaban los manuales del Angkar.
Pol Pot anunciaba un futuro radiante en sus discursos. Prometía pasar de la tonelada de arroz por hectárea y año a tres en breve sucesión. El arroz se convirtió en el monocultivo. Los mandos obligaban a trabajar sin descanso a los esclavos a su mando, para mejorar su reputación entre sus superiores. En algunos extremos se llegaba a jornadas de 18 horas, en la que los hombres más robustos eran los que padecían mayores exigencias y, en consecuencia, morían antes.
No obstante, la planificación central y el desprecio por la técnica (sustituida por la educación política) destruyeron la hasta entonces siempre próspera cosecha arrocera camboyana. Para finales del 76 se calculaba que la superficie cultivada era la mitad que antes del 75. El hambre era inevitable y, con él, la deshumanización y el sometimiento al Angkar. Aunque quizá menos extendido que en la China del «Gran Salto Adelante», el canibalismo se convierte en costumbre.
La familia era considerada una forma de resistencia natural al poder absoluto del Partido, que debía llevar al individuo a una dependencia total del Estado. Por tanto, las familias eran separadas y la autoridad paterna castigada: la educación era responsabilidad exclusiva del Angkar. Los sentimientos humanos eran despreciados y considerados un pecado de individualismo. Al intentar ayudar a una vecina, Pin Yatay se ganó esta reprimenda: «No es su deber ayudarla, al contrario, esto demuestra que todavía tiene usted piedad y sentimientos de amistad. Hay que renunciar a esos sentimientos y extirpar de su mente las inclinaciones individualistas.»
Los esclavos pertenecen al sistema, no a sí mismos. Su vida es totalmente regulada. Había de evitar cualquier fallo, incluso involuntario, un resbalón, la rotura de un vaso, no podían ser un error sino una traición contrarrevolucionaria que conducía a un castigo seguro. A veces, la muerte.
O la flagelación, que en los más débiles era equivalente. Los niños espiaban a los mayores en busca de culpabilidades reales o inventadas. Pero no había muertos, esa palabra era tabú, ahora tan sólo existían cuerpos que desaparecen.
«Basta un millón de buenos revolucionarios para el país que nosotros construimos», se rezaba en las reuniones de los jemeres rojos. El destino de los demás era evidente. La muerte cotidiana era lo frecuente; curiosamente los casos considerados graves eran los que iban a prisión, donde se obligaba con tortura a la delación y, finalmente, se ejecutaba a los presos. Un detenido por el crimen de hablar inglés cuenta como fue encadenado con unos grilletes que cortaban la piel y torturado durante meses. El desmayo era su único alivio. Todas las noches los guardias se llevaban a varios prisioneros a los que nunca volvían a ver. Él pudo sobrevivir gracias a las fábulas de Esopo y cuentos jemeres tradicionales que contaba a los adolescentes y niños que eran sus guardianes.
Los niños no se libraban de la crueldad del sistema carcelario. Muchos eran encarcelados por robar comida. Los guardianes los golpeaban y daban patadas hasta que morían. Los convertían en juguetes vivos, colgándolos de los pies, luego trataban de acertarles con sus patadas mientras se balanceaban. En una marisma cercana a la prisión, los hundían y, cuando empezaban las convulsiones, dejaban que apareciera su cabeza para sumergirlos de nuevo.
En los campos, lo que atemorizaba era la imprevisibilidad y el misterio que rodeaban las innumerables desapariciones. Los asesinatos se llevaban a cabo con discreción. Era frecuente el uso de los cadáveres como abono. No obstante, la brutalidad reaparecía en el momento de la ejecución: para ahorrar balas sólo un 29% eran disparados. El 53% moría con el cráneo aplastado, el 6% ahorcado, el 5% apaleado.