Encadenados al deseo

de la ideología de género al transhumanismo

                                                                             por JOSEP MIRÓ I ARDÈVOL

                                                                                             25 AGOSTO, 2015

Nuestra sociedad, como sistema social, y un gran número de personas que viven en ella como opción individual, están encadenadas al deseo en sus dimensiones más primarias. Funciona socialmente como concepción compartida de vida, como marco de referencia que dirige las opciones personales, estableciendo que la única realización posible, o al menos fundamental, radica en la satisfacción del deseo, por encima de cualquier otro motivo, norma o compromiso personal: es la sociedad desvinculada.

Su grado de hegemonía cultural en nuestra sociedad es tan grande que es necesario detenernos y reflexionar sobre el sentido y alcance del deseo en nuestras vidas. ¿Es acaso intrínsecamente negativo? Claro que no. El problema radica cuando se convierte en el único bien superior.

El deseo es el impulso de alcanzar algo con vehemencia y anhelo, es también la manifestación de un sentimiento, y es propio de la condición humana. En este sentido, hablar de deseo es hablar de persona, y constituye un motor, un movimiento central de su naturaleza. El anhelo de Dios es una manifestación de un tipo de deseo, el amor por la mujer también lo es. Hasta aquí se trata de una constante de la humanidad. ¿Dónde radica pues el problema? Básicamente en dos aspectos. Primero, el de su naturaleza; y segundo, el de la jerarquía.

El latín tiene la palabra que designa el deseo en un determinado sentido, cupiditas que designa al sentimiento que motiva la voluntad de querer poseer el objeto que se desea. El deseo está ligado desde esta perspectiva a la posesión de lo deseado para alcanzar el propio disfrute. En algunos casos, la pulsión es tan fuerte que no importan las consecuencias de las acciones realizadas. Y ese tipo de deseo es el problema. Pero hay otro modelo distinto, que San Agustín define como opuesto a la cupiditas -la concupiscencia-, es el deseo que impulsa a realizar sacrificios -grandes o modestos- en beneficio del otro, de aquello deseado. El bien de la patria, el deseo del bien de los hijos, son manifestaciones de esta otra naturaleza del deseo.

La segunda cuestión es la jerarquía. El deseo como principal o único motor, o bien como una de las dimensiones humanas, encauzadas por la razón, la tradición, el compromiso, y la ley.

La característica de nuestro tiempo es la cupiditas, señalada además como hiperbien, al que deben supeditarse todos los demás bienes. Esta concepción y práctica desemboca en la primacía de los deseos que poseen una mayor pulsión instintiva, como el sexo en todas sus dimensiones; la nuestra es la sociedad más sexualizada de toda la historia humana. También la evasión de la propia realidad, mediante la adquisición de otras realidades, y esto funciona desde el entrenamiento como alienación, hasta todas las variantes de la drogadicción. Y, claro está, el dinero, que es el signo de posesión de todo por antonomasia.

La sociedad desvinculada, la de la cultura del deseo entendido en términos de autosatisfacción, sin importar las consecuencias, es a su vez la sociedad de las adicciones, y la sociedad alienada.

Y es también la primera sociedad en la historia donde la cultura no es entendida como una forma de encauzar el deseo en términos de optimización social, sino, por el contrario, su fin es estimularlo.

Encadenados al deseo: de la ideología de género al transhumanismo (II)

Una característica fundamental de la cultura del deseo como hiperbien es la conversión de la idea del bien en preferencia. ¿Qué es para mí el bien? Aquello que prefiero desde mi subjetividad. ¿Qué es el mal? Lo que rechazo.

La subjetividad que desarrolla por su lógica interna la razón instrumental ha sido la causa que ha transformado el bien en una simple preferencia. A su vez, las preferencias se convierten en la manifestación de actitudes o sentimientos: esto me gusta significa que es bueno; no me gusta quiere decir que es malo. El bien es lo que afirmo que me gusta, que me conviene. ¿Quién me lo puede discutir? El único límite será en todo caso la ley, que, convengamos, es poca cosa cuando existe la voluntad de incumplirla, o simplemente cuando aquella cuestión no está, o no puede estar, regulada.

La libertad ya no se relaciona con la búsqueda de la verdad como imperativa colectiva, sino con la facilitación del deseo. Este cambió explica porque no hay capacidad para resolver los grandes problemas pendientes, ni para afrontar con eficiencia los nuevos. Vivimos en una época donde se acumulan y entrelazan, y donde solo la cantidad de información y la flaqueza de la memoria colectiva, propia de pueblos descoyuntados, disimula la magnitud del embrollo en el que estamos inmersos. No importa tanto conocer la realidad de los hechos como satisfacer los deseos de los ciudadanos. También la fragmentación que conlleva la preferencia explica la incapacidad para establecer nuevos y exultantes horizontes colectivos. Solo queda tiempo y fuerzas para intentar que la sociedad no se desintegre.

El imperio de la preferencia que comporta el deseo ha conducido a un callejón sin salida a la idea del deber. Para que este exista se necesita un ‘deber ser’, algo imposible cuando el bien se ha subjetivado. No hay tal deber exterior, objetivo a mí mismo que me obligue y me limite. En este contexto moral, no existe otro deber que alcanzar aquello que prefiero, y esta idea excluye la posibilidad de llevar a cabo una acción en principio poco o nada placentera.

Naturalmente, una sociedad no puede funcionar bajo tal fragmentación, y el recurso para impedirlo no es el de la conciencia ciudadana, sino el de la ley, es decir la norma jurídica dictada por la autoridad pública. Por definición las leyes tienen como objetivo limitar el libre albedrío de los seres humanos, y es el principal control que ostenta un estado para vigilar que la conducta de sus habitantes no se desvíe ni termine perjudicando a su prójimo. Esto significa la total elusión de la conciencia, un problema que ya trató y combatió Tomáš Garrigue Masaryk, filosofo destacado, y fundador y primer presidente de la Republica de Checoslovaquia: la dilución de la conciencia religiosa y el subjetivismo conducen a una ciudadanía dependiente del estado para formular sus valores morales.

El problema de la ley es su legitimación y su cumplimiento. Una simple mayoría instrumental legitima cualquier norma en los sistemas democráticos, los más garantistas. No importa el contenido, solo prevalece el criterio instrumental, la mayoría. Es el fin totalmente supeditado a los medios. Por otra parte, España y otros muchos países son excelentes ejemplos, al desaparecer la conciencia religiosa que actúa como vigilante interno, el cumplimiento de la ley exige un número creciente de jueces, fiscales, policías y cárceles. Y esta es la forma como el estado y la sociedad desvinculada abordan todo problema.

La ley se ha convertido en un pésimo sucedáneo de la conciencia y de la búsqueda del bien y la evitación del mal, que son los dos polos que dan sentido a la libertad.

El liberalismo neokantiano, en su versión más actual y acabada, deudora en gran medida de Rawls, ha establecido una vía para salvar el subjetivismo y el utilitarismo. La solución ha consistido en diferenciar lo que es correcto de lo que es bueno, una distinción que ha dado lugar a la farragosa ideología de lo políticamente correcto. Se trata de prescindir del bien y quedarse solo con la corrección. La distinción no es baladí, dado que lo que se está afirmando es que no puede apuntarse que exista una forma de vida buena, una forma de vida mejor que otra, más allá de la preferencia personal; porque, si no fuera así, sería ilógico no preferir la buena a todas las demás. La vía de lo políticamente correcto es ciega ante el bien porque no desea identificarlo y, como escribe Sandel, citando a John Rawls en su Teoría de la Justicia, lo es en dos sentidos. Uno, cuando Rawls establece que los derechos individuales no pueden sacrificarse en aras del bien general: «cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que ni siquiera el bienestar general puede anular. […] Los derechos garantizados por la justicia no están supeditados por negociación política alguna ni cálculo de intereses sociales». Y dos, porque justifica los derechos, no porque procuren el bienestar general o el bien, sino a causa de que configuran un marco dentro del cual los individuos pueden escoger sus propios valores, hasta donde esto sea compatible con la libertad de los demás: «Los principios de la justicia a partir de los que se concretan estos derechos no pueden tomar como premisa ninguna virtud particular de la vida buena». Naturalmente, esta forma de razonar está tan desencarnada de la vida real que en la práctica estos presupuestos no se aplican.

Por esto, en la política actual, y en contra de lo que reclama un liberal perfeccionista como Raz, no tienen cabida los debates sobre las distintas opciones de bien, solo caben proposiciones instrumentales

Estamos lejos de Aristóteles, que considera la ley como el común consentimiento de la ciudad, es decir mucho más que una simple mayoría. La palabra consenso traduciría bien la idea aristotélica. Y todavía estamos más lejos del perfeccionismo moral que introduce Santo Tomás de Aquino: la ordenación de la razón dirigida al bien común y promulgada solemnemente por quien cuida a la comunidad. Un enfoque que exige identificar cuál es el bien común, es decir el conjunto de condiciones que hacen posible que cada ciudadano y la comunidad desarrolle mejor sus dimensiones personales.

Encadenados al deseo: de la ideología de género al transhumanismo (III)

Deseo sin límites derivados de la razón, porque la razón del ser es satisfacer al deseo, bajo el impulso del mercado se transforma en adicción. ¿O es que acaso la desmesurada especulación financiera, la generalización de la corrupción, no es adicción al dinero? ¿Puede negarse la afirmación de que nuestra sociedad es adicta al sexo? ¿Ha existido una sociedad más adicta a las drogas de todo tipo que la nuestra?

La sociedad desvinculada vive en la cultura de las pulsiones del deseo y por ello es una sociedad de adicciones. Y de ella surge la alienación, una palabra que posee diversos significados, pero el que ahora me interesa situar en primer plano es el colectivo, el concepto de la alienación política, que vivió y alcanzó su máximo esplendor con el marxismo. Para Marx, la causa eran las distorsiones que causaba la estructura de la sociedad capitalista en la naturaleza humana, y en razón de esta perspectiva centró su atención sobre las estructuras del capitalismo que la causaban, más que en sus efectos sobre el sujeto alienado.

La rápida implosión política e intelectual del marxismo ha situado aquel concepto en el margen de las categorías que hoy se manejan, pero esto no significa que haya dejado de ser válido como descripción de un estadio negativo para las personas y la sociedad. Podríamos decir que hoy la alienación como categoría analítica atraviesa una crisis teórica, pero esta no se debe tanto al concepto en sí como a las circunstancias. Una ya apuntada, en su hundimiento: el marxismo se llevó con él instrumentos de análisis valiosos, la izquierda, su teórica depositaria, lanzó el agua sucia con la verdura lavada dentro. Pésimo negocio. Pero hay una segunda causa nada menor. A una sociedad alienada le resulta difícil interpretar dicha concepción, porque no desea mirarse en su propio espejo.

Y es que, en definitiva, a pesar de su amplitud conceptual, la idea de alienación coincide en venir a señalar un alejamiento, privación de uno mismo, y resulta tan anterior a Marx que Santo Tomás de Aquino ya la manejaba definiéndola como la anulación del libre albedrío de la persona.

La alienación entraña un trastorno intelectual, temporal o permanente. Un estado mental que determina una pérdida de la propia identidad, porque se construye otro sobre una base falsa. ¿No es acaso esta sintomatología bien visible en el mundo en que vivimos, donde proliferan las identidades fragmentadas, unidimensionales, como la homosexualidad como identidad, o la raza? De esta simplificación de la condición humana surge la dependencia y la adicción. Es la reducción del ser humano a su identidad sexual, la realización en términos de bienes materiales, la dilución de la realidad de la propia vida en universos imaginarios. No se trata de la dimensión que puede aportarnos las relaciones sexuales, el dinero, o el beber y comer, sino su transformación en una dimensión única, o al menos hegemónica, donde radica lo alienante. El problema, la dimensión extraordinaria del problema, radica en que de la misma manera que el sujeto alienado en su pensamiento desconoce totalmente lo que le sucede, la sociedad alienada, tanto que incluso desarrolla normas e instituciones en este sentido, tampoco tiene conciencia de que sea un problema. Como mucho, observa críticamente algunas manifestaciones, pero carece de capacidad para interpretar las causas desencadenantes, y por ello fracasa en el intento de superar aquellos efectos aisladamente percibidos.

Esta alienación se convierte en social, política, y entonces el poder mediático, cultural, y económico, impiden pensar libremente acerca del sistema, y de la situación del individuo. Esa es la misión del pensamiento políticamente correcto: que nadie señale, como en el cuento, la desnudez del rey, y si lo hace, que el anuncio llegue a muy pocos, y a ser posible de manera deformada. La propia alienación, cuando es social, basa su fuerza en el proceso acrítico de ensalzamiento de la fuerza alienante.

Es siempre en nombre de «una buena causa» que el sujeto se aliena, enajena su pensamiento. Se anula la capacidad crítica por un buen motivo, al mismo tiempo que se postula la “critica” a todo lo que combate la alienación en nombre de la libertad.

Juan Pablo II, en su Audiencia General del miércoles 12 de noviembre de 1986, se refería al pecado como alienación del hombre.

«El mandamiento que el hombre recibió al principio incluía esta verdad expresada en forma de advertencia: Recuerda que eres una criatura llamada a la amistad con Dios y sólo Él es tu Creador: ¡No quieras ser lo que no eres! No quieras ser ‘como Dios’. Obra según lo que eres, tanto más cuanto que ésta es ya una medida muy alta: la medida de la ‘imagen y semejanza de Dios’. Esta te distingue entre las criaturas del mundo visible, te coloca sobre ellas. Pero al mismo tiempo la medida de la imagen y semejanza de Dios te obliga a obrar en conformidad con lo que eres. Sé pues fiel a la Alianza que Dios-Creador ha hecho contigo, criatura, desde el principio».

«Cuando comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal» (Gén 3, 5). Es decir, el criterio según el cual Dios es «alienante» para el hombre, de modo que si éste quiere ser él mismo, ha de acabar con Dios (cf., por ejemplo, Feuerbach, Marx, Nietzsche).

«En lugar del Dios que dona generosamente al mundo la existencia, del Dios-Creador, en las palabras del tentador, en Gén 3, se presenta a un Dios ‘usurpador’ y ‘enemigo’ de la creación, y especialmente del hombre sino de ‘desobediencia’, de oposición a la voluntad del Creador. Este será el carácter principal del primer pecado de la historia del hombre».

«¡Lo que lleva a la alienación del hombre es precisamente el pecado, es únicamente el pecado! Es precisamente el pecado el que desde el ‘principio’ hace que el hombre esté en cierto modo ‘desheredado’ de su propia humanidad. El pecado ‘quita’ al hombre, de diversos modos, lo que decide su verdadera dignidad: la de imagen y semejanza de Dios. ¡Cada pecado en cierto modo ‘reduce’ esta dignidad! Cuanto más ‘esclavo del pecado se hace el hombre’ (Jn 8, 34), tanto menos goza de la libertad de los hijos de Dios. Deja de ser dueño de sí, tal como exigiría la estructura misma de su ser persona, es decir, de criatura racional, libre, responsable».

«La Sagrada Escritura subraya con eficacia este concepto de alienación, mostrando una triple dimensión: la alienación del pecador de sí mismo (cf. Sal 57/58, 4: ‘alienati sunt peccatores ab utero‘), de Dios (cf. Ez 14, 7: ‘[qui] alienatus fuerit a me‘; Ef 4, 18: ‘alienati a vita Dei‘), de la comunidad (cf. Ef 2, 12: ‘alienati a conversatione Israel‘)».

«El pecado es por lo tanto no sólo ‘contra’ Dios, sino también contra el hombre. Tal como enseña el Concilio Vaticano II: ‘El pecado merma al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud’ (Gaudium et spes, 13)».

Encadenados al deseo: de la ideología de género al transhumanismo (IV)

Alienación, tiempo y mercado

15 SEPTIEMBRE, 2009

El ocio, la diversión, se han multiplicado -todo el año es carnaval-, y han liquidado en gran medida su dimensión de perfeccionamiento humano para reducirse a la evasión, es el ocio como destrucción del tiempo. La desaparición de la tradición, o su reducción a actividades lúdicas de consumo, ha generado esa multitud de ciudadanos aislados que se sienten casi extranjeros en su propio espacio vital, porque viven en un tiempo vacío de significados. Porque es la tradición la que aporta sentido al tiempo. Como dice Saint-Exupéry, “el tiempo que corre no es algo que nos gasta y nos pierde, sino algo que nos realiza y madura”. A la estructura y orden de la casa paterna en cuanto al espacio le corresponde el rito en el tiempo: -¿Qué es un rito? —Pregunta el Pequeño Príncipe— -Es algo muy olvidado —Le contesta el Zorro sabio— Es lo que hace que un día sea diferente de otros días, una hora de las otras horas. Hay un rito por ejemplo en mi país de los que me cazan. Bailan los domingos con las mozas del pueblo, entonces para mí el domingo es un día maravilloso, me paseo hasta la misma viña. Si mis cazadores bailasen cualquier día, los días serian todos semejantes y yo no tendría vacaciones… (Saint-Exupéry. El Principito). El entretenimiento actual tiene como fin no celebrar el presente, sino evadirlo. El ocio se transforma así no en una posibilidad de perfeccionamiento humano, sino en la búsqueda de sensaciones que nos evadan de la realidad. La alienación del tiempo conduce también a camuflar la vejez. “Viejo” hoy descalifica, y anciano es casi sinónimo de “decrepito”, en lugar de consagrar la referencia a la maduración humana. El complejo de “Peter Pan” es otra forma de alienación del tiempo. Mercado, derechas, e izquierdas. La hegemonía de la cultura desvinculada en nuestras sociedades y su política de satisfacción del deseo radica en que, por razones distintas, es compartida por la gran mayoría de la derecha y de la izquierda. Hay que dejar sentado que el mercado es el impulsor más importante del deseo, entendido como pulsión primaria no encauzada por el resto de dimensiones humanas. Esto ayuda a entender porque la derecha y los liberales son cómplices, cuando no motores, de aquella hegemonía, porque ellos han convertido al mercado en un fin, uno de los grandes fines de la sociedad es servir al mercado, dirigido -podría tener otros sentidos- a maximizar la ganancia. El mercado es tan importante que en su nombre no les importa liquidar la fiesta obligatoria del domingo, y con ello dañar lo que algunos de ellos dicen defender, como es la familia. El liberalismo más contemporáneo, el de Rawls y Rorty, están en el fundamento de la explosión del reconocimiento de las políticas del deseo. Rawls, al hacer prosperar la diferencia entre lo que es correcto y lo que es bueno, ha dado lugar a la farragosa ideología de lo políticamente correcto, que en el marco del principio de la subjetividad del bien como única cuestión, y de la ley acordada a partir de aquella subjetividad y solo en nombre del procedimiento, enmarca y justifica toda la justificación política y normativa de la satisfacción de las pulsiones del deseo. Se trata de prescindir del bien y quedarse solo con la corrección. La distinción no es baladí. El liberalismo defiende la libertad de expresión a fin de que las personas puedan elegir sus propios fines, con independencia de cuales sean. Pero la preferencia de lo correcto oculta en todo caso el problema, dado que lo que se está afirmando es que no puede apuntarse que exista una forma de vida buena, una forma de vida mejor que otra, más allá de la preferencia personal, porque si no fuera así sería ilógico no preferir la buena a todas las demás. La vía de lo políticamente correcto es ciega ante el bien porque no desea identificarlo, y como escribe Sandel, citando a John Rawls en su Teoría de la Justicia, lo es porque justifica los derechos no porque procuren el bienestar general o el bien, sino a causa de que configuran un marco dentro del cual los individuos pueden escoger sus propios valores, hasta donde esto sea compatible con la libertad de los demás:

Los principios de la justicia a partir de los que se concretan estos derechos no pueden tomar como premisa ninguna virtud particular de la vida buena”. Cuando Rorty escribe que “el desarrollo humano es una concreción de los ideales y las exigencias propuestos por el conjunto de los derechos humanos, no sólo como horizonte racional de la acción humana sino también como ingrediente de una educación sentimental” está introduciendo la emotividad, como una alternativa a la razón- esta es en gran medida la diferencia radical entre modernidad y postmodernidad-, y justificando el deseo si nace del sentimiento: “si se aman y quieren casarse porque impedirlo” es una consigna reiterada en favor del matrimonio homosexual. Una serie de televisión danesa, ‘Real Humans’, ha dado un paso más en la razón de las emociones guiadas por el deseo, aplicar la lógica de aquella frase a la relación entre seres humanos, y robots de aspecto y comportamiento semejante al humano. Es lógico, como veremos todo esto prepara culturalmente para la aceptación del posthumanismo. Por efecto de los pensadores “liberales de izquierda” la socialdemocracia europea, destruida la idea marxista y provocada la crisis del estado del bienestar, han utilizado como sucedáneo de su identidad la ideología de género y su derivada, el homosexualismo político, que ahora se extiende hacia el “glamour” de otras pretendidas identidades, como la transexualidad. Vagamente, sus planteamientos tienen un aire de familia con el marxismo, donde el capitalismo ha sido substituido por el patriarcado, la burguesía por el hombre, y la clase obrera por la mujer explotada y los homosexuales. Pero es que incluso la izquierda postmoderna, a pesar de declarase antiliberal y anticapitalista, ha asumido su caballo de Troya al colocar la ideología de género como interpretación del presente y de la historia, un sucedáneo del marxismo ligado a la liberación sexual del “sesenta y ocho”. El resultado es que esta nueva izquierda, pretendidamente transformadora, obvia la lógica del poder de las relaciones de producción, y se convierte en un distribucionismo de nuevo cuño, muy marcado por la lógica de las ONG´s solidarias, y encubre esta incapacidad de transformar las relaciones de producción, acudiendo, como la socialdemocracia, a la perspectiva de género como discurso revolucionario. El poder sigue intocado. Todo esto prepara las condiciones objetivas para el nuevo salto al vacío moral, cultural y político que entraña el transhumanismo, que consolidaría la división radical por razones económicas de la sociedad.

Encadenados al deseo: de la ideología de género al transhumanismo (V)

El estadio de la ideología de género

12 SEPTIEMBRE, 2015

La ideología de género es hegemónica en gran parte de Occidente, y de hecho constituye la única ideología global dominante, substitutiva en su concepción de totalidad del marxismo. Lo constata, último caso, el voto favorable del Parlamento Europeo, por 408 votos a favor, 236 en contra y 40 abstenciones del llamado ‘Informe Rodrígues’, que precisamente establece el carácter dominante de esta doctrina excluyente en la vida social de los estados miembros. Votaron a favor los socialistas, la izquierda, los liberales y los verdes, pero también una parte minoritaria de los propios diputados del Partido Popular Europeo. No deja de ser sorprendente que una base ideológica tan alejada en su capacidad interpretativa de la realidad haya alcanzado tal predicamento, o precisamente por ello resulta un indicador del estado de la cultura europea. La perspectiva de género ha dado pie a está eclosión de grupos muy minoritarios que han convertido por sus pulsiones sexuales en identidades políticas. Lo que históricamente solo habían sido prácticas sexuales individuales, reconocidas socialmente o penalizadas; han alcanzado el estatuto legalmente reconocido de una identidad colectiva: la homosexualidad, como caso más destacado, pero a cuyo rebufo avanza la transexualidad y la bisexualidad, aunque esta última, por su naturaleza, posee un hábitat más poroso en el conjunto de la sociedad y necesita de menor protección y fomento, dado que funciona muy bien por sí sola. Estas particulares preferencias sexuales significan una importante aportación para la ideología de género, porque justifica su núcleo teórico: el ser hombre o mujer no importa, lo que cuenta es la libre construcción cultural que uno hace de su forma de vivir la relación sexual, de manera que se pueda ser mujer en cuerpo de hombre y a la inversa, y además cambiar. En esta ideología el sexo es por definición polimorfo. Significa la destrucción de la determinación de la base material humana en su dimensión clave, la sexual. La que configura en gran medida capacidades diferentes de los hombres y mujeres, desde la biología hormonal a la forma de procesar la información, especialmente la sexual, y responder a ella. Es una gran ruptura con la base biológica de la concepción antropológica del ser humano. Constituye un estadio superior de la desvinculación porque la practica sobre el fundamento antropológico. Pero en su versión política la teoría del polimorfismo no funciona exactamente así, porque queda reducido a la primacía homosexual en el hombre, y al post-feminismo de género en la mujer. No hay lugar para el varón. El concepto polimorfo tiene sentidos distintos según el ámbito en el que se aplique, como la genética o la informática, aunque alguno de ellos puede servir, como el que posee en programación: “una entidad que puede contener valores de diferentes tipos durante la ejecución del programa”. En un sentido más general constituye la propiedad de ciertos cuerpos que pueden cambiar de forma sin variar su naturaleza, o en biología la característica de algunas especies de presentar un aspecto morfológico distinto las especies que tienen dimorfismo sexual. En realidad, ninguna definición se ajusta bien al sentido que le otorga la ideología de género, que sitúa la construcción cultural de la orientación sexual como algo movible. Pero, en la práctica política, lo único que legitima -y se presiona para que también sea una regulación legal- es la condición homosexual; el “salir del armario” lo expresa en términos populares. Una opción, la del cambio, que está vetada para el homosexual, que no puede probar que su condición también es cambiante, transformándose en heterosexual. Se produce así una de las muchas contradicciones inasimilables de la ideología de género. La condición heterosexual, que es la única que posee la capacidad reproductora de la especie, es inestable, mudable, mientras que la homosexualidad es el estadio definitivo del ser humano. Llevado a sus últimas consecuencias lógicas, la sociedad debería avanzar hacia su condición homosexual, que nunca puede volver atrás. Esta idea es brutalmente contraria a la biología evolutiva, uno de cuyos principios inapelables es garantizar la continuidad de cada especie. Para el feminismo de género el “hombre”, el “macho”, constituye en si misma una categoría negativa que solo puede cambiar positivamente si adquiere otra condición sexual (de género). El “hombre” configura una “clase biológica” (ahí ya no juega la construcción cultural, porque se trata de dejar de ser macho en su sentido nominal y no como adjetivación) que construye una cultural, la “patriarcal”, que tiene por objeto reprimir a la mujer. Uno de sus mecanismos básicos es la violencia contra ella, y esto explica la transformación de una categoría patológica, el feminicidio de pareja, tan ligado a la ruptura del vínculo, en una categoría social, política y, en el caso de España, legal. La del hombre, quien por el simple hecho de serlo es presuntamente culpable, y su delito resulta -aunque sea igual- mucho más penado que si lo comete una mujer. El homicidio de mujeres es particularmente repugnante porque se realiza generalmente contra el más débil, y rompe un código de conducta no escrito de una especial protección a la mujer, al niño y al anciano. Por eso debe denunciarse la manipulación que sufren las víctimas, bajo la etiqueta asumida acríticamente de “violencia machista” es decir la que impone el hombre. La legislación española ha consagrado bajo este principio falso una norma injusta: ser hombre comporta por el simple hecho de serlo una mayor gravedad en la sanción, pero no como un agravante que puede o no darse, sino como un hecho estructural. Se transforma la patología de unos casos concretos en una causa general. Se producen de medio centenar a sesenta casos de feminicidios de pareja al año, para una población de 23,6 millones de mujeres, que se practican la mayoría de ellos en circunstancias muy concretas, las de la ruptura del vínculo de la pareja. Este hecho especifico se transforma en una violencia genérica, indiscriminada, del hombre contra la mujer, sin abordar la patología del rechazo, sin deslindar lo que es un presunto asesinato con alevosía, como pueda ser el caso de las dos jóvenes presuntamente asesinadas por la ex pareja de una de ellas, en este verano del 2015 en Cuenca, con el resultado de un trastorno emocional grave que en muchos casos conlleva el suicidio del propio agresor, y todo ello, además, proyectado, como “violencia de género del hombre”, que es el sentido real de la expresión. Cincuenta, sesenta casos al año, no pueden abordarse como un hecho masivo, como una especie de plaga; así no se resuelve nada, a pesar de la dureza de las sanciones; el acto que en una mujer es una simple falta, cometido por un hombre se transforma en delito que puede terminar en prisión. De poco sirve el despliegue de medios otorgados a esta causa en una justicia particularmente pobre de ellos; juzgados especiales, órdenes de alejamiento, vigilancia preventiva. Inexorablemente muchas de estas muertes llevan la coletilla por parte de los más media de que no “existían ni denuncias previas, ni antecedentes penales”. Claro que no, porque lo que hubo fue la explosión de una patología que debía haber sido tratada. Esto no quita para que sí existan hombres maltratadores que disfrutan haciendo daño a la mujer, pero meterlo todo en un mismo saco, y generalizarlo, conduce a un grave error que impide actuar con justicia y eficacia. Porque, este discurso enmascara las evidencias. Es fácil constatar que, a pesar de tratarse de uno de los países con una legislación más amplia y dura, España presenta una tasa de homicidios de mujeres de los más bajos de Europa, lejos de los países destacados de la lista, como Suiza, Finlandia o Noruega, lo que aparentemente no deja de ser una sorpresa para los estereotipos que se manejan. Estados, que por otra parte, que tratan el problema en el marco de la legislación general y no mediante leyes especiales. En España se da un despliegue legal y de medios que no tienen en términos relativos parangón en Europa. Este corsé ideológico que impera impide constatar otra evidencia preocupante: los homicidios totales disminuyen, mientras que los que suceden contra mujeres descontados los feminicidios de pareja crecen. ¿Por qué? ¿Cuáles son las causas?.¿Por qué nunca se ha estudiado en España, como han hecho otros países de Europa con resultados probatorios, como influye la prostitución en los homicidios y la violencia contra la mujer? Porque con las excepciones contadas de algún grupo feminista, el oficial, el de género, y el conjunto de los partidos políticos, nunca han mostrado interés por esta relación. Se debe proteger a la mujer, claro que sí, y al niño, y al anciano, pero también al hombre de una estigmatización injusta fruto de la manipulación. Y, para protegerlos a todos, lo primero es abordar las causas reales que ocasionan el daño, y además en su justa proporción y medida.

Encadenados al deseo: de la ideología de género al transhumanismo (VI)

Preparación del transhumanismo

12 SEPTIEMBRE, 2015

La ideología de género funciona también como una destrucción de la significación de ser hombre, un efecto de poderosas ramificaciones, aunque sin duda la más importante es la dilución de la paternidad. La crisis de identidad de los hombres en este tiempo, reiteradamente apuntada, surge precisamente de la liquidación -de su intento- de las pautas culturales que traducían y ordenaban la naturaleza humana masculina surgida de su base material, de su genotipo. Esta sigue ahí como siempre, pero lo que era una tarea de la sociedad, y de la familia, construir a partir de su naturaleza, el fenotipo, es lo que está en crisis. Es una de las graves afectaciones ocasionadas por la ideología de género en su uso político. Cataluña constituye una versión visible del alcance político de esta ideología, porque posee una gran hegemonía. En el 2015, cuando su Parlamento abordó la lucha contra la discriminación, rechazo una legislación integral que contemplara la situación de los diversos grupos y legisló solo para las personas GLBTI, y las mujeres. En el primer caso, la regulación está formulada en términos claramente de fomento y de privilegios, en el sentido de que se les otorga ventajas y prerrogativas especiales que nada tienen que ver con la no discriminación, hasta el extremo de introducir la inversión de la carga de la prueba: el denunciado como causante de una discriminación debe probar su inocencia, lo cual confiere una potente arma coactiva a sus grupos de presión. La segunda normativa, dedicada a la mujer, está centrada en la acción de los poderes públicos para educar a la sociedad en la ideología de género. El Cardenal Ratzinger definía con precisión el hecho y la secuencia cuando escribió: “La ideología de género es la última rebelión de la creatura contra su condición de creatura. Con el ateísmo, el hombre moderno pretendió negar la existencia de una instancia exterior que le dice algo sobre la verdad de sí mismo, sobre lo bueno y sobre lo malo. Con el materialismo, el hombre moderno intentó negar sus propias exigencias y su propia libertad, que nacen de su condición espiritual. Ahora, con la ideología de género, el hombre moderno pretende librarse incluso de las exigencias de su propio cuerpo: se considera un ser autónomo que se construye a sí mismo; una pura voluntad que se autocrea y se convierte en un dios para sí mismo”. No está nada claro que la concepción de la perspectiva de género precediera a la teorización sobre la identidad sexual. Más bien puede ser lo contrario. La naturaleza del discurso y del testimonio vital de líderes de esta ideología, como Judith Butler, lo avalaría. La teoría serviría para elevar a categorías pretendidamente universales lo que son simples deseos homosexuales. Se trataría de engrandecer el deseo hasta transformarlo en identidad. Una singularidad llamativa de las denominaciones de las distintas tendencias, lesbianismo, bisexualidad, transexualidad, todas estas y otras más de la amplia gama que se limitan a ser nombres que definen el comportamiento, con la excepción del homosexualismo masculino. El femenino es una lesbiana y esto no ha cambiado, como no lo han hecho las demás apelaciones, con la excepción del intergénero, calificado en el ámbito medico como hermafroditismo. En el caso de los hombres homosexuales ha sido necesario inventar, diseñar una palabra nueva que nada tiene que ver con lo que describe: gay. Y esto es así porque sus substitutos habituales, el más generalizado es el de ‘maricón’, poseen una profunda carga despectiva, de descalificación. La reflexión radica en por qué esto solo ha sido necesario en relación a los homosexuales, cuando su práctica hace años que está excluida del catálogo de los trastornos sexuales, cosa que no sucede con los hermafroditas, lo que explica el uso de otra denominación, pero no ha sido necesaria para las homosexuales. Gay es una palabra de origen occitano, que se extendió a las lenguas vecinas, catalán, francés, portugués y español. Su significado inicial –y esto explica que sea un apellido relativamente frecuente en Cataluña- significa alegre, como la palabra latina originaria gaudium, gozo, y se utilizó en este sentido porque fue una característica de la poesía de trova occitana, también llamada la gaya ciencia. Antonio Machado la utiliza en este sentido en una poesía de 1913, ‘Meditaciones Rurales’. En su forma francesa ( y catalana) Gai, fue introducido en la lengua inglesa desde el francés, y con el paso del tiempo tomó carta de naturaleza como una de las formas de denominar al homosexual, como “chico de vida alegre”. La ideología de género por la dinámica de su concepción prepara a la cultura, a los sistemas morales que la han asumido, para el salto siguiente: el Transhumanismo.

Encadenados al deseo: de la ideología de género al transhumanismo (y VII) Transhumanismo e indefensión política

23 SEPTIEMBRE, 2015

El transhumanismo y su secuela son el estadio final de la sociedad desvinculada, surgida de la razón secular (enlace), y su aceptación en el plano político, impulsado por esos agentes tan poderosos de la desvinculación que son la razón instrumental y el mercado. Parte además de una ventaja, la de no encontrar resistencia política porque la ideología de género ha destruido todos los limites relacionados con el deseo. La historia de la humanidad es la del encauzamiento del deseo, las vías han sido diferentes, pero la finalidad idéntica: ordenar el poderoso deseo humano a la vida realizada en el bien, y esta concepción del bien es la que marcaba la diferencia entre las distintas vías: Budismo, Confucionismo, Hinduismo, Islam, Judaísmo, Cristianismo; las grandes escuelas filosóficas: neoplatónicos, epicúreos, aristotélicos, el orden republicano romano. La coincidencia es evidente: los deseos, y sobre todo su manifestación pasional, de dependencia, debe ser encauzada. Claro está que han habido excepciones, pero precisamente son eso, han significado intentos en los márgenes que han quedado barridos por el viento de la historia. Hasta llegar a nuestro tiempo. La política occidental, Europa, Canadá, Estados Unidos, una fuerte penetración en América Latina, y un ambivalente Japón, si no cambian radicalmente serán conquistadas por las ideas y el dinero del transhumanismo, la ideología, porque de esto se trata, que ofrecen aplicar la ciencia y el desarrollo tecnológico, superar los límites humanos: muerte, vejez, inteligencia, incluso belleza. Es la versión tecnológica de Fausto. ¿Quién podrá resistir la promesa de una vida eterna, la perfección racial, la carencia de sufrimiento, la reconfiguración de la realidad, en definitiva, la satisfacción de todos los deseos? Detrás de este discurso no hay iluminados -al menos no solo- sino potentes empresas y buena parte de sus directivos: Google, Microsof, Appel…, es, digamos, el Silicon Valley como la “Nueva Roma”. Su capacidad de influir en nuestra información y cultura es brutal, como nunca ha tenido una ideología. Detrás de todo esto hay un negocio inmenso, pero con un añadido, como todo “business” grande dispone de una ideología -eso no es nada nuevo- pero en este caso el proyecto ideológico no solo justifica el negocio, sino que lo genera. Su idea es precisa. La muerte no da sentido a la vida, nuestra base biológica nos hace sufrir, necesitamos otro tipo de soporte material; la única moral que cuenta es el no sufrir. Naturalmente y en el mejor de los casos, en el peor es el fin del sentido humano, esta ideología comporta una división radical extrema. A un lado, la minoría privilegiada que puede pagarse los cambios, y así acrecentar su fuerza y privilegios; al otro, los desposeídos, incluso el posible sentido de la vida. Es posible concebir una sociedad así, donde una masa de parados de larga duración, subocupados y lumpens vegeten en unas vidas de alienación, y adicciones inducidas por el poder, que se reduce con el paso del tiempo por falta de descendencia, y la promoción de la “muerte digna”, una actividad económica productiva y altamente robotizada, al servicio de la elite transhumana. ¿Ciencia ficción? No, pura dinámica política. Con este desafío, el cristianismo sufrirá, porque será el único reducto a batir, el que da sentido a la muerte y al sufrimiento, y esto es un anatema intolerable. El transhumanismo, como el nazismo, tiene mucho de religión y no va a tolerar la competencia. Seria inteligente responder a tiempo al nuevo desafío, antes que se convierta en una corriente imparable.

por JOSEP MIRÓ I ARDÈVOL en BLOG, LIBERACION