El Animalismo

4 julio 2017

Todo el derecho descansa en el fondo sobre el concepto de la libertad. Sin libertad, no tiene sentido el derecho. Alguien que dispara contra otro no puede ser culpable, si entre varios le pusieron el arma en la mano, le levantaron el brazo y le forzaron a apretar el gatillo. Si los actos de los seres humanos fueran el mero resultado de las fuerzas cósmicas, nadie sería responsable de nada, y por tanto tampoco culpable. En virtud de la misma lógica tampoco existiría el mérito. Ser la hermana Teresa de Calcuta o Hitler sería lo mismo. Naturalmente firmar un contrato o incumplirlo tampoco sería relevante, puesto que ninguna de las dos cosas se haría libremente, respondería a fuerzas por encima de la voluntad humana y tanto comprometerse como incumplir lo prometido sería igual de inevitable e involuntario.

Como la existencia misma del derecho se basa en el concepto de libertad, para que los animales pudieran tener derechos habría que asumir que los animales son libres. Esto implica asumir que los animales son conscientes e inteligentes. Filosóficamente es tan complicado ahondar en estos conceptos que seguramente resulta más fácil llegar a una conclusión atendiendo a la propia forma en que funcionan las cosas en la realidad, en vez de reflexionando sobre lo abstracto. Por ejemplo, si los animales fueran conscientes, inteligentes y libres, uno podría firmar un contrato de alquiler con las ratas de su casa.

Las ratas, sin embargo, no suelen ser el tipo de animales en los que se piensa cuando se dice que los animales tienen derechos. Los animales que defienden los animalistas suelen ser los toros, los perros, los gatos o las ballenas. Los animalistas suelen ser mucho menos escrupulosos con las cucarachas, las avispas asiáticas o las zarigüeyas que con los perritos o las gallinas, aunque no hay ninguna razón objetiva para ello. ¿Cuántos animalistas hay que no lleven cristal parabrisas en el coche para evitar un genocidio cada vez que se dan un paseo?

Otro hecho bastante incontrovertible es que los animales no establecen relaciones jurídicas entre sí. En el caso de que los animales pudieran ser sujeto y objeto de derechos, lo serían. Es decir, no haría falta que los humanos intervinieran. En cuanto nos descuidáramos las ovejas les pondrían pleitos a los lobos y las hormigas demandarían a los osos hormigueros. En el momento en que tienen que intervenir los humanos, se pone de manifiesto que en realidad los animales no tienen derechos y que es la intervención humana la que genera esa ficción o ese reconocimiento. Son entonces los humanos y no los animales los generadores o reconocedores de derechos.

Desde luego la realidad es compleja y una reflexión exhaustiva excedería los límites razonables de este escrito, por lo que cabe señalar que no sólo las personas humanas estrictamente tienen derechos. Una organización, por ejemplo, puede tener derechos. Sin embargo, una vez más, en el fondo si una organización tiene derechos o deberes es porque tras ella de un modo u otro siempre hay seres humanos.

Reconocer derechos a los animales, por otra parte, no deja de ser una farsa que cae por su propio peso. Si reconociéramos y equiparáramos el derecho a la vida de una persona con el de un cerdo, no sólo es que no podríamos comer chuletas, sino que tampoco podríamos, caso necesario, sacrificar un animal para transplantar una válvula cardíaca y salvar a una persona. Si en un naufragio no quedara más que una plaza libre en el bote salvavidas y quedaran a bordo un niño y un gato, habría que echar a suertes si se salva el niño o el gato, por lo menos si el capitán fuera un animalista. Cuando hablamos de reconocer derechos a los animales, por consiguiente, suele ser un tipo de derechos de naturaleza inferior y subordinada, lo que denota un posición intelectual o poco sólida o bastante hipócrita.

Otra paradoja interesante es que si todos los animales se reconocieran el derecho a la vida entre sí y se lo respetaran, se produciría el colapso de la naturaleza. El resultado del reconocimiento del derecho a la vida de los animales sería la muerte por inanición inmediata de millones y millones de animales y la extinción de innumerables especies. El reconocimiento de derechos de los animales sería un genocidio. La naturaleza animal no se basa en el respeto a la vida animal. Hay defensores de la naturaleza cuyos postulados se basan esencialmente en una concepción totalmente antinatural de la naturaleza, no hay ninguna relación entre la naturaleza real y la naturaleza que ellos perciben.

La única razón por la que muchas personas creen que los animales son susceptibles de ser reconocidos como sujetos de derecho es la empatía. Al ver sufrir a un animal, las personas solemos empatizar con el animal, nos disgusta ese sufrimiento y queremos que cese. Es por ello que la reivindicación de reconocer derechos a los animales se suele ceñir a los animales con cuyo sufrimiento podemos empatizar. Obsérvese, sin embargo, que la raíz de esa situación es nuestra capacidad de empatizar y no las propias condiciones objetivas del animal con el que se empatiza para ser sujeto de derecho.

A causa de lo anterior, la empatía hacia los animales no suele extenderse hacia los vegetales, aunque indudablemente los vegetales también son seres sensibles, que interactúan, sufren y reaccionan ante los estímulos y las agresiones exteriores, lo que sucede es que sólo empatizamos con el sufrimiento de los seres vivos que sufren de manera más parecida a la nuestra. No obstante, puesto que nuestro ánimo de reconocer derechos a los animales se basa en la compasión, seguramente seríamos más piadosos comiéndonos una vaca a la que hemos anestesiado antes de matarla que todo el proceso que implica comernos una alcachofa. Un vegetariano es alguien que, a fin de cuentas, sólo evita a medias el sufrimiento de los seres vivos. Por lo demás, como ya apuntábamos hacia los carnívoros, si extendiéramos el respeto a los seres vivos hacia todos los seres vivos, los seres vivos sencillamente desaparecían, porque la supervivencia en la naturaleza, qué le vamos a hacer, no se basa en el respeto absoluto a la vida.

Queda por reseñar, no obstante todo lo anterior, que incluso admitiendo que un gato o un perro no tienen derecho a la vida, y desde luego no un derecho a la vida equiparable al de los seres humanos, eso no significa que maltratar a un perro o un gato sea correcto. No ya porque el perro o el gato tengan derechos, sino porque la crueldad es reprobable desde el punto de vista moral. Obsérvese sin embargo que el origen de la maldad en el maltrato a un animal no se encuentra en el propio animal, sino en el ser humano que actúa con crueldad. Volviendo al principio, cuando decíamos que no es posible que haya moral ni derecho sin libertad, por eso mismo tampoco hay maltrato cuando un gato mata a un ratón, o cuando una serpiente se come a un sapo que se ha comido un grillo. Es la cadena alimenticia o red trófica, y no es una construcción cultural (no es que los sapos coman grillos o las serpientes sapos porque han sido amaestrado para hacerlo), sino la naturaleza misma que tanto dicen amar quienes en defensa de la naturaleza hacen cosas tan poco naturales como convertirse en vegetarianos.

Que la moral y el derecho sólo se puedan basar en la libertad, finalmente, nos conduce a una conclusión inesperada y es que, para que la libertad sea posible, es preciso admitir la existencia de un principio inmaterial. Es decir: la materia está sometida a las leyes de la materia, en el universo material no es posible la libertad. Las bolas de billar sobre una mesa no pueden tener movimientos libres. En el universo material, como mucho, puede que exista el caos o el azar, que obviamente no es lo mismo que la libertad. No es lo mismo una decisión libre que otra al azar. Podríamos prolongar mucho más este texto tratando de probar la existencia de las bases que hacen posible la libertad pero, una vez más, resulta mucho más fácil recorrer el camino inverso. Si usted cree que es un ser libre, entonces no le queda más remedio que deducir de su propia libertad la existencia de un principio espiritual. Y si no cree usted que tenga un alma y sea libre, deje de pensar ahora mismo en ello y en cualquier otra cosa porque no es libre para llegar por sí mismo a ninguna conclusión, ni en esta ni en ninguna otra cuestión.