Destino demografico

Iñaki Iriarte López

En muchas tragedias griegas se hace al espectador conocedor de antemano del mal que se cierne sobre los protagonistas. El corifeo lo advierte de viva voz, cuando acaso todavía se está a tiempo de evitarlo. Sin embargo, aquellos sólo prestan oídos a sus deseos, lo que marca su destino y, mientras creen estar procurándose la felicidad, en realidad, marchan directos hacia su desgracia.

Esta semana el Instituto Nacional de Estadística ha publicado un informe según el cual en 2013 el número de nacimientos en España cayó por quinto año consecutivo, acumulando un 18% de descenso. Navarra es, por cierto, la segunda comunidad en la que más acusado es dicho descenso. La tasa de fecundidad nacional que en 2012 era de 1’32 hijos por mujer, ha bajado hasta el 1’26. La diferencia entre nacimientos y defunciones apenas rebasa ya las 36.000 personas.

Se ha querido que la crisis se haya cebado con los jóvenes, con aquellos que están en edad de tener hijos. Se les ha condenado al paro, los empleos precarios, los bajos sueldos, la “flexibilidad”, la “disponibilidad”, la “movilidad” y otros sofismas que simplemente ponen un nombre bonito a una merma en las condiciones laborales. Con ello se ha reforzado una tendencia, que existía ya anteriormente, a vivir fugazmente, sin referencias fijas ni asideros. Bauman denominó “líquida” a la manera de amar característica de los tiempos actuales, una manera de amar fluida, vertiginosa, inestable. Pero no es sólo el amor, sino toda la existencia la que ha devenido líquida. Se asume como inevitable que nada va a durar y por eso se prima lo epidérmico, la cantidad por encima de la calidad. De lo que se trata es de tener muchas experiencias, de conseguir un largo currículum, de producir en abundancia, sean amigos, amantes, palabras o imágenes. Esto impide que nada auténtico fructifique. De hecho, la sola mención a la autenticidad, provoca sonrisas burlonas. ¿No quedó claro hace tiempo que todo era el simulacro del simulacro de un simulacro? Y puesto que nada debe ser tenido por verdadero, ni trascedente, ¿no se sigue de ahí que todo tiene un precio, decidido por el mercado de acuerdo con su utilidad, es decir, su capacidad para satisfacer esos deseos fugaces de los que está hecha la vida? Cada ser humano, convertido también en un medio para todos los demás, ni siquiera se toma en serio a sí mismo. Educados en la intranscendencia, nos sentimos inmaduros para cuanto nos exija tener principios, anclarnos y permanecer. A cada paso calculamos: “¿Cuánto debo invertir?, ¿qué me aporta?, ¿qué gano?, ¿qué pierdo?”. Esta lógica nos aboca a rodearnos de baratijas y, paradójicamente, a perder todo, es decir, la vida: porque una vida hecha de bisutería es una existencia perdida.
Externamente, el culto a lo fugaz se antoja un buen negocio. Somos unos consumidores fáciles, caprichosos, carentes de criterio y débiles de voluntad. Verdaderos gourmets de lo desechable. Si la economía es la satisfacción de las necesidades, las nuestras son tan numerosas que parecen favorecer la buena marcha del mercado.

Sin embargo, para esta mentalidad, tener hijos es una decisión pésima, nada rentable. Los niños gastan mucho, no producen, quitan tiempo, exigen sacrificios. Lo hacen no de manera puntual, sino a lo largo del tiempo. Además, cuando crecen tienden a mostrarse ingratos con sus progenitores. Por si eso no fuera suficiente, tener niños es a menudo un lastre laboral, una complicación que dificulta traslados, viajes, alarga la jornada de trabajo, etc. Resulta, por lo tanto, más que comprensible que se opte por no tenerlos o tener, a lo sumo, uno, por eso de probar. Sin embargo, esa decisión racional, multiplicada por millones de individuos, acarreará el mal común.

Una sociedad sin niños, sobrepoblada de ancianos, con la mitad de los jóvenes en paro, sueldos cada vez más bajos y una deuda pública creciente, no es una sociedad que esté recuperando competitividad y preparando las bases para un nuevo período de crecimiento y prosperidad. Es, sencillamente, una sociedad empeñada en segar la hierba bajo sus pies. Pensar que, llegado el momento, ya volveremos a importar mano de obra barata y crear nuevas burbujas de crédito, para equilibrar la balanza demográfica y sostener el sistema de pensiones, es jugar al aprendiz de brujo.

Las cosas no funcionan así. Deberíamos ya habernos dado cuenta.

En veinte años nos veremos como los personajes de las tragedias griegas. Entenderemos demasiado tarde que nuestros deseos nos condujeron a un destino aciago y que no supimos escuchar los signos que nos anunciaban tan claramente el porvenir. Nos quedará lamentarnos.